A Galbraith le preocupaban especialmente las desigualdades sociales provocadas por el capitalismo, tanto a escala nacional como internacional...

A Galbraith le preocupaban especialmente las desigualdades sociales provocadas por el capitalismo, tanto a escala nacional como internacional. La brecha (término que él puso de moda) o la fractura entre ricos y pobres, escribía, deslegitimaba el sistema. Había que buscar soluciones que ayudaran a superar estas diferencias: políticas fiscales que hicieran recaer el peso de los impuestos sobre los ricos, inversión en nuevos puestos de trabajo, en viviendas y en bienes de capital, recorte de los presupuestos militares. Ahora bien, las políticas fiscales progresivas no podían desarrollarse en el marco de una cultura de la satisfacción, narcisista y cortoplacista, propia del capitalismo desarrollado. Había que cambiar el sistema.

Galbraith negaba que, en realidad, existiera una autonomía del mercado. Era un falso concepto, una especie de fe, impuesta políticamente y convertida en doctrina oficial dominante. Galbraith creía incluso que el mercado sin control conducía, en nombre de la libertad, a un sistema delictivo, tal como sucedió en la década de 1980 cuando las especulaciones financieras causaron daños irreversibles a la economía y a la sociedad. Pensaba que el mercado no podía ser ni autónomo ni autosuficiente. Un mercado libremente desregulado no solamente provocaba marginación, sino incluso autodestrucción.

Coincidiendo con el andamiaje conceptual de Samuelson y Tinbergen, Galbraith también intentó superar la vieja dialéctica entre capitalismo y socialismo ( El nuevo Estado industrial ). Pensaba que se había llegado a un punto de desencuentro entre una civilización industrial, tecnológica y científica, y una civilización humana y comunitaria. Y era precisamente entre estos dos conceptos donde se debía encontrar la bisagra que permitiera integrarlos.

Llamó la atención sobre el peligro que suponía que, en el nuevo Estado industrial, las grandes empresas aspiraran a disponer de mecanismos de control social y amenazasen al sector público. Las grandes empresas podían controlar las fuentes de las materias primas, la oferta y los precios, podían incluso llegar a acuerdos entre ellas para eliminar las imprevisibilidades del mercado y, a través de la publicidad, podían crear identidades, voliciones y necesidades. El único freno a este poder casi omnímodo de las grandes empresas estaba en manos de un Estado regulador. Sin Estado, reinaba la ley de la selva. Sólo el Estado podía encontrar un equilibrio entre las esferas públicas y privadas y fortalecer el sistema democrático de control.

Galbraith dejó un testamento en el que intentó recoger todas las ideas que había defendido a lo largo de su vida. Lo tituló, nunca mejor dicho, Una sociedad mejor . Y casi coincidió con el lema del globalismo alternativo: otro mundo es posible. Recordó algo que no era bien visto entre los políticos y académicos establecidos: el concepto, nunca muerto, de sociedad dual, que ya no se producía entre capital y trabajo como aseguraba el marxismo clásico, sino entre los favorecidos y sus burocracias y los desposeídos.

En definitiva, y según Galbraith, el modelo neoliberal era esencialmente suicida. En La cultura de la satisfacción , Galbraith planteaba el peligro que comportaba dejar los asuntos colectivos en manos del mercado y de sus valores. Y esta crítica a los valores del capitalismo enlazaba con las viejas luchas de los universitarios en las décadas de 1960 y 1970. Y encontraba sus raíces en el pensamiento contracultural y en los movimientos ecologistas.

 

Fuente: Teorías del desconcierto. Santiago Ramentol. Ediciones Urano. Barcelona. 2004.

 

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