Al igual que ocurre con cualquier aportación intelectual importante, las ideas de Keynes fueron objeto de duras críticas...

Al igual que ocurre con cualquier aportación intelectual importante, las ideas de Keynes fueron objeto de duras críticas. Para muchas personas parece obvio que las grandes recesiones económicas deben tener profundas raíces. Para ellas, el argumento de Keynes de que no son esencialmente más que un problema de señales ambiguas, que puede solucionarse imprimiendo algún dinero más, parece increíble (se dice que Franklin Roosevelt recibió al inicio de su administración un documento en el que se le sugería que llevara a cabo una gran expansión monetaria para luchar contra la Depresión. Al parecer, lo descartó diciendo que era “demasiado fácil”).

Los izquierdistas también se sienten incómodos con Keynes desde hace tiempo. Desde Marx, han considerado que el ciclo económico es una demostración de que el capitalismo es inestable y, a la larga, insostenible; les sobrecoge la sugerencia de que se trata de un problema técnico que puede resolverse sin introducir grandes cambios en las instituciones.

Ha sido, sin embargo, la derecha la que siempre se ha mostrado más hostil con Keynes.

¿Por qué odian los conservadores la economía Keynesiana? La respuesta se halla, en parte, en que les desagrada la figura humana de Keynes: esteta, homosexual y miembro del terrible grupo de Bloomsbury. De hecho, la historiadora Gertrude Himmelfarb, atacando a Virginia Wolf y a sus amigos, ha relacionado explícitamente el rechazo de la economía keynesiana con la preocupación republicana por los valores de la familia: “existe una afinidad perceptible entre el ethos de Bloomsbury, que prima las satisfacciones inmediatas y presentes, y la economía Keynesiana, que se basa enteramente en el corto plazo y excluye cualquier juicio de valor a largo plazo...”. Esto es una tontería; ¿ve el lector algo licencioso en la teoría que hemos descrito antes? Sin embargo, las observaciones de la señora Himmelfarb deberían considerarse sintomáticas de una vertiente de la oposición conservadora al keynesianismo, que se opone no tanto a la lógica de sus ideas como a lo que los conservadores consideran que son sus implicaciones morales.

Hablando más en serio, a los conservadores les desagrada Keynes porque justifica, aparentemente, el aumento del papel del Estado. Según la teoría de Keynes, una recesión es una situación en la que los mercados privados se han metido en un embotellamiento de tráfico, embotellamiento que la intervención del Estado puede contribuir a resolver. Keynes no era socialista; tampoco lo eran la mayoría de sus seguidores; éstos consideraban que sus ideas eran una manera de mejorar el funcionamiento del capitalismo, no una razón para sustituirlo. Sin embargo, los conservadores siempre han considerado que el análisis económico keynesiano era el pequeño cambio que provocaría probablemente una intrusión total del Estado en el mercado y han buscado alternativas al keynesianismo y argumentos que lo refutaran.

Y han tenido mucho éxito. Desde la década de 1950 hasta la de 1980, las ideas keynesianas fueron objeto de críticas conservadoras demoledoras, hasta el punto de que, en 1982, Edward Prescott, profesor de la Carnegie-Mellon University, declaró con orgullo que los estudiantes de su universidad nunca oían el nombre de Keynes. Es necesario comprender la fuerza de esa crítica para entender por qué durante tanto tiempo la derecha intelectual ha hecho huir a la izquierda intelectual.

 

Fuente: Vendiendo prosperidad. Paul Krugman. Editorial Ariel. Barcelona. 1994.

 

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