Alfred North Whitehead decía que “el sentido común del siglo XVIII… obró sobre el mundo a la manera de un lavado moral”. (Theodore Roszak)

Alfred North Whitehead decía que “el sentido común del siglo XVIII… obró sobre el mundo a la manera de un lavado moral”. Pero los escépticos heroicos y los agnósticos reticentes de la época no anticiparon el hecho de que “si los hombres no pueden vivir sólo de pan, todavía menos de desinfectantes”. De una manera aún más trágica, no previeron la posibilidad, en realidad la inevitabilidad, de que la visión científica del mundo pudiera corromperse por la misma magia mala que había convertido a la cristiandad en baluarte de privilegios explotadores. Empero, la ciencia y la tecnología, con su infatigable insistencia en la especialización y la expertez, vinieron a cerrar una con otra un círculo, quedando aprisionadas y convertidas en un sacerdocio como cualquier otro de la historia. Si el chamán se volvía al ritual comunal para convalidar su visión de la realidad, los expertos científicos han tenido que recurrir cada vez más a la aprobación profesional de autoridades autonombradas para convalidar su conocimiento mucho más esotérico. La opinión pública ha tenido que contentarse con aceptar la decisión de los expertos como verdad, y que lo que los técnicos diseñan es beneficioso. Para transformar este profesionalismo autoritario en un nuevo régimen de malos magos, lo único que tenían que hacer las élites políticas y económicas dominantes era acaparar expertos y utilizarlos para sus propios fines. Al final, llegamos a un orden social en el que todo, desde el espacio exterior hasta la salud psíquica, desde la opinión pública hasta el comportamiento sexual, todo queda constituido en coto cerrado de la expertez. La comunidad no se atreve a comer un albaricoque o dar un azote a un niño sin mirar hacia el especialista diplomado en espera de su aprobación; no hacerlo parece un atentado a la razón.

Incluso los expertos que se resisten gallardamente a este sistema, desafiando la autoridad del estado, la empresa, la universidad o el partido para conferir certificados del saber, no tienen más remedio que pedir a la comunidad que acepte su autoridad con confianza. Y es que la realidad de que trata el conocimiento científico no puede ser traducida en arte o ritual de los que la comunidad pueda participar directamente. La investigación de los expertos puede ser divulgada o popularizada en forma de información, pero inevitablemente vaciada de su contenido en el proceso. No puede ser democratizada como forma de experiencia vital. Éste es el precio que pagamos por sustituir la inmediatez de la visión personal por la lejanía del conocimiento objetivo. La antigua magia, que podía iluminar la presencia sacramental en un árbol, un estanque de agua, una roca o un tótem, yace hoy encarnecida y tenida por forma de superstición indigna de hombres civilizados. Nada de lo que tenemos delante en el mundo nos habla ya en su lenguaje propio. Cosas, acontecimientos e incluso la persona de los seres humanos que están junto a nosotros, todos han perdido la voz con que en otro tiempo manifestaban su misterio a los hombres. Hoy, sólo podemos saber algo de todo eso por mediación de los expertos quienes, a su vez, han de confiar en la mediación de fórmulas y teorías, mediciones estadísticas y extrañas metodologías. Más, para nosotros, no hay otra realidad, a menos que estemos dispuestos a ser unos irracionales incorregibles, aliados de fuerzas siniestras y reaccionarias.

 

Fuente: El nacimiento de la contracultura. Theodore Roszak. Editorial Kairós. Barcelona. 1973.

 

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