Atenas me conquistó de inmediato; el colegial un tanto torpe, el adolescente de tempestuoso corazón...

Atenas me conquistó de inmediato; el colegial un tanto torpe, el adolescente de tempestuoso corazón, saboreaba por primera vez ese aire intenso, esas conversaciones rápidas, esos vagabundeos en los demorados atardeceres rosados, esa incomparable facilidad par la discusión y la voluptuosidad. Las matemáticas y las artes –investigaciones paralelas- me ocuparon sucesivamente; tuve así ocasión de seguir en Atenas un curso de medicina de Leotiquidas. Me hubiera agradado la profesión de médico; su espíritu no difiere en esencia del que traté de aplicar a mi oficio de emperador. Me apasioné por esa ciencia demasiado próxima a nosotros para no ser incierta, para no estar sujeta a la infatuación y al error, pero a la vez rectificada de continuo por el contacto de lo inmediato, de lo desnudo. Leotiquidas tomaba las cosas en la forma más positiva posible; había elaborado un admirable sistema de reducción de fracturas. Por la tarde nos paseábamos a orillas del mar; aquel hombre universal se preocupaba por la estructura de los caracoles y la composición de los limos marinos. Le faltaban medios experimentales; añoraba los laboratorios y las salas de disección del museo de Alejandría, que había frecuentado en su juventud, el choque de las opiniones, la ingeniosa competencia de los hombres. Espíritu seco, me enseñó a preferir las cosas a las palabras, a desconfiar de las fórmulas, a observar más que a juzgar. Aquel áspero griego me enseñó el método.

 

Fuente: Memorias de Adriano. Marguerite Yourcenar.

 

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