Aunque las tesis ahistóricas, por llamarlas así, son muy recientes entre los catalanes, lo cierto es que el catalanismo ha bebido de la historia...

Aunque las tesis ahistóricas, por llamarlas así, son muy recientes entre los catalanes, lo cierto es que el catalanismo ha bebido de la historia. Y de la lengua, y de la literatura y las artes, y de las tradiciones folclóricas, y de los deportes. A partir de la Renaixença (renacimiento cultural catalán del siglo XIX), el nacionalismo catalán cambió las armas por las plumas y los pinceles. El acento cultural e historicista del catalanismo político ha sido dominante durante muchos años, por razones diversas, enfocando los esfuerzos más a salvar una lengua y a construir una identidad que a edificar un nuevo Estado. Y no es extraño que las respuestas españolas, como en el caso de Mario Conde, se hayan entrenado en ese terreno; el de desmontar los móviles históricos, culturales, lingüísticos, en suma identitarios, de la nación catalana.

Digamos de paso que los académicos han resuelto con facilidad el debate sobre la soberanía histórica de Cataluña. Con anterioridad a la creación del Estado-nación moderno, Cataluña fue tan soberana como lo pudo ser Castilla o Portugal. Una soberanía a la antigua, no con el poder democrático emanando de las urnas, sino con unas Cortes señoriales que autorizaban la acuñación de moneda, recaudaban todos los impuestos, movilizaban tropas y obligaban al monarca a jurar libertades y constituciones propias –y hasta que no lo hacía no era admitido como soberano de Cataluña-. Todo eso se desvanece en la guerra de sucesión, en torno a ese 11 de setiembre de 1714 que ha devenido emblemático. Por tanto es cierto que Cataluña fue soberana, pero también es evidente que cuando surgen los Estados-nación modernos en el siglo XIX, Cataluña no forma parte de ese selecto club.

La discusión sobre si un país desea recuperar lo que perdió antaño o si bien quiere fabricar la independencia política ex novo, puede tener un cierto valor sentimental o psicológico. Puede ayudar incluso a convencer a una parte de la población indecisa. Pero hay que conceder que no es, ni mucho menos, la variable principal. Como decía con sorna el escritor Joan Sales, "los catalanes llevamos trescientos años haciendo el imbécil. Eso no significa que tengamos que dejar de ser catalanes, sino que debemos dejar de hacer el imbécil”. Con agudeza, Sales usaba el estribillo de los trescientos años míticos para insistir que lo importante no era rendirse a la inercia de la historia, sino truncarla. La historia puede ser usada para justificar una continuidad o todo lo contrario, para operar un viraje, y eso depende, sumándonos a Jefferson, de la voluntad de los vivos.

Sí que existe un detalle de cierto interés, aunque en la historia reciente; ¿por qué el independentismo catalán nace de veras, con fuerza, a finales del siglo XX? Hasta los años noventa, el catalanismo había sido de forma abrumadora autonomista o federalista, incluso antes, durante los convulsos años de la Segunda República. ¿Qué giro estructural se produce que pueda justificar un cambio de tal magnitud? Se han apuntado diversos motivos, todos ellos importantes; el fin del miedo a la guerra civil, el desengaño por las décadas de autonomía, la actitud hostil del poder español, el surgimiento de una juventud formada en democracia, etc. Pero seguramente hay uno que destaca por encima de todos los demás, el mercado común europeo. El ingreso en la Comunidad Económica aparece como garantía de un proceso pacífico, y todavía más importante; se modifica a fondo la relación entre Cataluña y España.

Hasta la entrada en la CEE, Cataluña había operado como la fábrica de España. Pero de repente en los años ochenta el proteccionismo salta por los aires, se abren las puertas a la libre competencia, el textil catalán se hunde… Una dinámica de más de dos siglos es frenada, y el empresariado deja de ver ventajas en un ámbito español que ya no es mercado cautivo. La reconversión funciona, España deja de ser el único comprador, y en cambio los peajes del gobierno de Madrid (impuestos desproporcionados, escasa inversión…) siguen tan gravosos como antes. La factura española empieza a pesar demasiado para la economía catalana. En ese sentido, las últimas décadas sí que explican cuáles son los motores de los cambios de mentalidad, aunque no sean argumentos per se del independentismo político. Eso enlaza con lo que decíamos más arriba; la historiografía y las verdades o los mitos del pasado, especialmente del pasado remoto, no ayudan de forma significativa a abonar un país independiente.

 

Fuente: Como amigos. Alfred Bosch.Galaxia Gutenberg.Barcelona.2014.

 

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