El debate que acaba de comenzar sobre la naturaleza de las ofertas públicas de compra, amistosas, por lo tanto justificadas u hostiles, por lo tanto condenables...

El debate que acaba de comenzar sobre la naturaleza de las ofertas públicas de compra, amistosas, por lo tanto justificadas u hostiles, por lo tanto condenables, ilustra hasta la caricatura la cuestión que está en juego. ¿No hemos oído explicar con sagacidad que las ofertas amistosas podían hacerse por intercambio de títulos, pero que las ofertas agresivas debían financiarse con dinero líquido? Quienes dicen esto, considerando insuficiente el primer argumento, han reincidido explicando que, en caso de que el consejo de administración de la sociedad a la que se apunta declarara hostil la oferta pública, una “comisión Théodule” debería juzgar la aceptabilidad de tal oferta. ¿Se dan cuenta estos señores de que están soñando con generalizar de hecho la condición de la sociedad comanditaria en beneficio de los equipos dirigentes? Éstos serían los únicos con la suficiente legitimidad para declarar bienvenida una fusión o una toma de control. Éste sería un modo de que el capitalismo, por temor a la democracia, reinventara el despotismo ilustrado: a quienes tienen el poder, les corresponde decretar el mal o el bien; al pueblo –en este caso, los accionistas- someterse.

Cuando uno oye a esos gerentes designarse como miembros de una elite de derecho divino, olvidados de aquellos que los hicieron reyes, ¡se vuelve militante de las ofertas públicas de compra! De tanto escucharlos, uno termina por olvidar, por efecto de la cólera, los inconvenientes reales que presentan las ofertas hostiles y, particularmente, el hecho de que el veredicto depende menos de la decisión de los grandes inversores internacionales que de los fondos de arbitraje. En efecto, durante el desarrollo de la oferta, éstos acumulan posiciones importantes y en realidad determinan la operación en virtud de su decisión última. Extraña elección ésta de la oferta pública: los arbitrajistas se parecen a quienes en las encuestas votarían a favor del vencedor ¡tal como éste surge de sus simulaciones! En este terreno, como se da con frecuencia en el juego del mercado, hay una tendencia a la “predicción autorrealizada”. La elección entre los proyectos opuestos del atacante y del defensor termina -a pesar de la campaña electoral a la que éstos se lanzan ante los inversores del mundo entero- por pasar casi a un segundo plano. Pero la democracia capitalista no puede ser más perfecta que la democracia política. ¿Quién osaría pretender que el sufragio universal nunca fue desvirtuado, que el juego de los medios es de absoluta neutralidad, que el voto es la trascripción fiel de la soberanía popular? Entre las deformaciones de razonamiento de los arbitrajistas y el absoluto conservadurismo de los dirigentes a cargo de las empresas, las primeras todavía representan el inconveniente menor. Aun cuando la actitud teatral de las ofertas públicas de compra sea desagradable, con su derroche publicitario, su capacidad de transformar a los empresarios en “animales mediáticos” y la impresión que puedan dar a los asalariados de ser simples objetos de su propia historia, tales ofertas constituyen un instrumento vital de regulación del capitalismo. Sin ellas, el corporate governance no sería más que una engañifa, una concesión a la vieja regla del príncipe de Lampedusa: “Es necesario que todo cambie, para que todo siga igual”. Para que la democracia capitalista funcione eficazmente, tiene necesidad de vivir de vez en cuando momentos de paroxismo, convenientes para hacer aparecer las sombras y las luces del sistema: las ofertas públicas de compra cumplen también esa función.

 

Fuente: WWW.capitalismo.net . Alain Minc. Editorial Paidós. Buenos Aires. 2001.

 

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