El emperador se ocupaba de todo; su intelecto no descansaba nunca...(François de Chateaubriand)

El emperador se ocupaba de todo; su intelecto no descansaba nunca; tenía una especie de hervidero de ideas constante. En su impetuosidad natural, en vez de con paso suelto y sostenido, avanzaba a saltos y cargando el cuerpo, se arrojaba sobre el universo y le daba sofrenadas; no quería nada de este universo si estaba obligado a esperarlo: ser incomprensible, que poseía el secreto de rebajar, desdeñándolas, sus acciones más dominantes, y que elevaba hasta su altura a sus acciones más bajas. De voluntad impaciente, de carácter paciente, incompleto y como inacabado, Napoleón tenía algunas lagunas en su genio: su entendimiento se asemejaba al cielo de ese otro hemisferio bajo el cual había de morir, a ese cielo cuyas estrellas están separadas por espacios vacíos.

Cabe preguntarse merced a qué prestigio Bonaparte, tan aristócrata, tan enemigo del pueblo, ha podido alcanzar la popularidad de que goza: pues este forjador de yugos ha seguido siendo popular en una nación cuya pretensión ha sido levantar unos altares a la independencia y a la igualdad; he aquí la explicación del enigma:

        La experiencia diaria nos obliga a reconocer que los franceses quieren de forma instintiva el poder; no aman en absoluto la libertad; sólo la igualdad es su ídolo. Ahora bien, la igualdad y el despotismo mantienen lazos secretos. Bajo estos dos aspectos, Napoleón tenía su origen en el corazón de los franceses, militarmente inclinados hacia el poder, democráticamente enamorados de la nivelación. Tras subir al trono, hizo sentarse allí al pueblo con él; rey proletario, humilló a los reyes y a los nobles en sus antecámaras; niveló los rangos, no rebajándolos, sino elevándolos: el nivel descendente habría seducido más a la envidia plebeya, el nivel ascendente halagó más su orgullo. La vanidad francesa se hinchó también por la superioridad que Bonaparte nos dio sobre el resto de Europa; otra causa de la popularidad de Napoleón tiene que ver con la aflicción de sus últimos días. Tras su muerte, a medida que se fue conociendo mejor lo que había padecido en Santa Elena, la gente comenzó a enternecerse; se olvidó su tiranía para recordar que, tras haber vencido primero a nuestros enemigos, tras haberlos atraído a continuación a Francia, nos había defendido contra ellos; nos imaginamos que hoy nos salvaría de la vergüenza en que nos encontramos: su desventura nos ha traído de nuevo su fama; su gloria se ha aprovechado de su desgracia.

Finalmente, los prodigios de sus armas han hechizado a la juventud, enseñándonos a adorar la fuerza bruta. Su fortuna inaudita ha dejado a la presunción de cada ambición la esperanza de llegar a donde él había llegado.

Y, sin embargo, este hombre, tan popular por el rodillo que pasó sobre Francia, era el enemigo jurado de la igualdad y el mayor organizador de la aristocracia en la democracia.

No puedo estar de acuerdo con los falsos elogios con que se insulta a Bonaparte, queriendo justificarlo todo en su conducta; no puedo renunciar a mi razón, extasiarme ante lo que me provoca horror o lástima.

Si he conseguido expresar lo que sentía, lo que quedará de mi retrato será una de las primeras figuras de la historia; pero no he admitido nada de esa criatura fantástica que es un compuesto de mentiras; mentiras que he visto nacer, que, tomadas primero por lo que eran, han pasado con el tiempo a la condición de verdad por la infatuación y la estúpida credulidad humanas. No quiero ser un pazguato ni caerme de espaldas de admiración. Lo que yo me propongo es describir a los personajes en conciencia, sin quitarles lo que les es propio, pero tampoco atribuyéndoles lo que no son. Si el éxito fuera considerado inocencia; si, corrompiéndola hasta la posteridad, la cargase con sus cadenas; si, futura esclava, engendrada por un pasado esclavo, esta posteridad sobornada se convirtiera en cómplice de quienquiera que haya triunfado, ¿dónde estaría el derecho, dónde el valor de los sacrificios? Al no ser el bien y el mal sino relativos, toda moralidad desaparecería de las acciones humanas.

 

Fuente: Memorias de ultratumba. François de Chateaubriand. Quaders Crema. Barcelona.2004.

 

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