En 1656, unos sesenta años antes de la época a que aludía Mercier, dos viajeros holandeses...

En 1656, unos sesenta años antes de la época a que aludía Mercier, dos viajeros holandeses habían alquilado unas habitaciones en Saint-Germain a una compatriota suya llamada Regine de Hoeve. No tardaron en reñir con su patrona, y se encontraron en la calle sin sus caballos, que la mujer había decidido retener a cambio de supuestas facturas impagadas. Los dos viajeros acudieron en demanda de reparación al abad de Saint-Germain-des-Prés, un rico monasterio cuya autoridad sobre la zona se remontaba a la época de su fundación en el siglo VI y que era el señor feudal del barrio de Saint-Germain-des-Prés, así como de otra treintena de calles de la ciudad. El abad, sin embargo, no estaba interesado por una querella de la que previsiblemente se derivarían más molestias que beneficios, y así los turistas tuvieron que cruzar el río e ir al Châtelet, y desde allí fueron enviados al domicilio del comisionado de policía de Saint-Germain, quien, finalmente, los acompañó a la pensión, feliz de tener una excusa para invadir el territorio de una jurisdicción rival. Una vez allí, los caballos fueron devueltos enseguida a sus legítimos propietarios.

Los cargos de juez, comisionado de policía y alguacil estaban en venta. Pero esto no se veía como una forma de corrupción: las funciones civiles como éstas se anunciaban abiertamente en los diarios, en tanto que otros cargos de mayor importancia, como el de recaudador de impuestos, al igual que obispados, capelos cardenalicios, gobernaciones y ministerios eran vendidos directamente por el rey o su canciller y de ello se derivaba una importante parte de los ingresos regios. Ya Luis XIV había tomado por costumbre crear nuevos cargos cuando lo necesitaba para mejorar sus finanzas (lo que ocurría siempre), y desde el de Supervisor de Pesas y Medidas al de Inspector de Lenguas de Cerdo en el mercado de Les Halles, desde el de Copero Real al de Gran Maestre de las Flores del Rey, los cargos se compraban, no tanto para ejercerlos, como para obtener beneficios de los derechos de tasación, del prestigio, las pensiones y los sobornos que llevaban anejos, confiando el cuidado de los negocios cotidianos a algún secretario sin rostro que trabajaba en un cuartucho apartado.

 

Fuente: Encyclopédie. Philipp Blom. Editorial Anagrama. Barcelona. 2007.

 

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