En estos “científicos eremitas”, como Gardner los bautizó, destaca, amén de otras muy variadas...

En estos “científicos eremitas”, como Gardner los bautizó, destaca, amén de otras muy variadas, una característica por encima de las demás: son unos marginados. Y no es que los marginados no puedan hacer importantes contribuciones a la ciencia, pueden y lo han hecho, pero si uno quiere sacar los pies del tiesto, antes tiene que conocer bien lo que hay dentro del tiesto (o lo que es lo mismo, tener, al menos, estudios universitarios). Además, uno tiene que convencer a las personas que están dentro del tiesto de que hay que reinventarlo (es lo que se llama revisión por tus pares), y, naturalmente, uno ha de estar en lo cierto (es lo que se llama investigar y comprobar). Los científicos no se niegan en redondo a aceptar ideas radicales. Todo lo contrario: a cualquier científico que se precie le encantaría ser testigo o partícipe de una revolución científica. Pero la ciencia es conservadora. Y no puede permitirse no serlo. Es muy exigente y severa con quienes la integran: es la única forma de separar las buenas de las malas ideas.

A pesar de esa mentalidad conservadora, las revoluciones científicas ocurren, y no tan infrecuentemente. Por cada genio solitario que trabaja aislado y cambia el paradigma, hace añicos el pedestal o aplasta el statu quo, diez mil lunáticos solitarios que trabajan aislados no comprenden el paradigma, son incapaces de encontrar el pedestal o se acoquinan cuando el statu quo estornuda. Aunque me parece curioso que haya personas que envían artículos y libros como los que he mencionado a una revista conocida por tomarse con escepticismo incluso las afirmaciones extraordinarias que todos conocemos, su lectura me resulta muy valiosa porque me proporciona datos para entender el funcionamiento de los sistemas de creencias. Evidentemente, no es un problema de educación ni de inteligencia (en el membrete de muchos de los autores de esos tratados figura su título de maestro o doctor). El problema es que parece que no han emprendido el menor proceso de investigación, que no han empleado ningún filtro para diferenciar la fantasía de la realidad. Cualquier persona de modesta inteligencia y activa imaginación, con un puñado de libros de divulgación sobre ciencia y religión y un poquito de tiempo libre puede escribir su propio tratado cuando quiera. En el nuevo orden mundial de la edición electrónica y la distribución instantánea por Internet, discriminar entre realidad y fantasía resulta cada día más difícil. Los filtros del saber del pasado –revisión por pares en boletines especializados, reseñas de artículos y conferencias, la integridad del periodista- se ven superados por la existencia de un vínculo más directo e indiscriminado con el mundo. ¿Qué eso no hace ningún daño? Pregúntenle a Timothy McVeigh de dónde sacó la información sobre los malvados actos del gobierno y cómo aprendió a construir bombas.

Al explorar las ideas marginales nos apartamos del canal principal y nadamos en los márgenes, chapoteamos entre restos y desechos en busca de una buena idea. No hay muchas que encontrar, pero el esfuerzo merece la pena si, aunque sólo sea por esa razón, adquirimos una comprensión más profunda del funcionamiento de la mente de esa especie que se obstina en contar historias y buscar pautas lógicas y que se llama a sí misma homo sapiens, u hombre sabio.

 

Fuente: Las fronteras de la ciencia. Michael Shermer.Alba Editorial.Barcelona.2010.

 

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