Es el único que vale la pena. Los siguientes, cada vez más largos, más anodinos, sólo te dejan una sensación de pastosidad tibia...

Es el único que vale la pena. Los siguientes, cada vez más largos, más anodinos, sólo te dejan una sensación de pastosidad tibia, de abundancia despilfarradora. Tal vez en el último resurge, con la desilusión de terminar, una apariencia de nervio…

¡En cambio, el primer trago! ¿Trago? Empieza mucho antes de la garganta. En los labios aflora ya ese oro burbujeante, frescor amplificado por la espuma, y lentamente en el paladar un placer tamizado de amargor. ¡Qué largo parece el primer trago! Se bebe de un tirón, con avidez falsamente instintiva. En realidad todo está escrito: la cantidad, ese ni poco ni mucho que constituye el único ideal; el bienestar inmediato rematado por un suspiro, un chasquido de lengua, o, tan importante como éstos, un silencio; la engañosa sensación de un goce que se abre al infinito… Al mismo tiempo, somos conscientes de que lo mejor ha pasado. Posamos el vaso, e incluso lo alejamos un poco, formando un bloque con el cuadradito de cartón secante. Saboreamos el color; falsa miel, sol frío. Siguiendo todo un ritual de sabiduría y espera, nos gustaría gobernar el milagro que acaba de producirse y de desvanecerse a un tiempo. En la pared del vaso leemos con satisfacción el nombre concreto de la cerveza que habíamos pedido. Continente y contenido pueden interrogarse, contestarse en un diálogo especular que no tarda en interrumpirse. Nos gustaría conservar el secreto del oro puro, y encerrarlo en fórmulas. Pero ante esa mesita blanca salpicada de sol, el decepcionado alquimista tan sólo salva las apariencias, y bebe cada vez más cerveza disfrutando cada vez menos. Es un placer amargo: bebemos para olvidar el primer trago.

 

Fuente: El primer trago de cerveza. Philippe Delerm. Tusquets Editores.Barcelona.1998.

 

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