Incluso en el plano estrictamente económico, la crisis no ha hecho más que empezar...

Incluso en el plano estrictamente económico, la crisis no ha hecho más que empezar. Sigue habiendo una gran cantidad de bancos y de grandes empresas que ocultan su desastrosa situación falsificando sus balances, y se habla, entre otras quiebras futuras, del cercano hundimiento del sistema de tarjetas de crédito en los Estados Unidos. Las sumas astronómicas inyectadas por los Estados en la economía, abandonando de la noche a la mañana la dogmática monetarista en cuyo nombre se había arrojado a millones de personas a la miseria, y los anuncios de una intensa regulación no tienen nada que ver con un retorno al keynesianismo y al Estado asistencial de antaño. No se trata de inversiones en infraestructuras, a la manera del “New Deal”, ni de la generación de un poder adquisitivo popular. Tales sumas han aumentado de golpe, en un 20%, la deuda pública de los Estados Unidos, pero no han bastado para evitar el hundimiento inmediato del sistema de crédito. Para una auténtica “recuperación de la economía” serían necesarias sumas todavía mucho más gigantescas y que, en la actual situación, no podrían obtenerse más que creando dinero por decreto -lo que llevaría a una hiperinflación mundial-. Un breve crecimiento impulsado por la inflación conduciría a una crisis aún mayor, pues no se vislumbran por ningún lado nuevas formas posibles de acumulación que, tras un “estímulo” inicial provocado por el Estado, estuviesen en condiciones de producir un crecimiento que continuara después sobre sus propias bases.

Pero la crisis no es solamente económica. Cuando ya no queda más dinero, nada marcha. A lo largo del siglo XX, el capitalismo englobó, con el fin de extender la esfera de la valorización del valor, sectores cada vez más amplios de la vida: de la educación de los niños al cuidado de los ancianos, de la cocina a la cultura, de la calefacción a los transportes. Se vio en ello un progreso en nombre de la “eficacia” o de la “libertad de los individuos”, liberados de los vínculos familiares y comunitarios. Ahora vemos las consecuencias: todo lo que no es “financiable” se derrumba. Y no es solamente del dinero de lo que todo depende, sino aún peor: del crédito. Cuando la reproducción real va a remolque del “capital ficticio” y las empresas, las instituciones y los Estados al completo no sobreviven más que gracias a sus cotizaciones en bolsa, cada crisis financiera, bien lejos de afectar tan solo a quienes juegan en bolsa, termina por afectar a innumerables personas en su vida más cotidiana e íntima. Los muchos estadounidenses que aceptaron sus jubilaciones en acciones y que, después de los cracks, se encuentran sin nada para pasar la vejez están entre los primeros que han saboreado esa muerte a crédito. No era más que el principio; cuando la crisis repercuta efectivamente en la realidad -cuando un incremento brutal del paro y de la precarización vaya acompañado de una fuerte caída en los ingresos del Estado-, veremos sectores enteros de la vida social abandonados al arte de sobrevivir a salto de mata.

 

Fuente: Crédito a muerte. Anselm Jappe. Editorial Pepitas de Calabaza ed. Logroño.2011

 

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