La Revolución también fue eso: una terrible violencia, llamada el Terror; el idealismo fraternal se transformó en un espíritu guerrero...

La Revolución también fue eso: una terrible violencia, llamada el Terror; el idealismo fraternal se transformó en un espíritu guerrero. Su canto más significativo fue el estribillo de La Carmagnole, sobre el que conviene reflexionar: “¿Qué quiere un verdadero republicano? Quiere plomo, hierro, pan. Hierro para trabajar, plomo para vengarse, y pan para sus hermanos. ¡Viva el ruido del cañón! ¡Eso es bueno! ¡Bailemos La Carmagnole ! ¡Viva el ruido del cañón!”

Cuesta imaginarse a un socialista francés de nuestra época cantando eso. Sin embargo, tampoco hay que exagerar la amplitud del Terror. Hay mucho “revisionismo” en el aire sobre esta cuestión. Por ejemplo, la idea de moda que afirma que la Revolución habría marcado los principios del totalitarismo es anacrónica.

Robespierre vivía en el seno de una familia de artesanos y se desplazaba por las calles a pie y sin guardia. El riesgo de caos y anarquía, las invasiones, la traición de la nobleza (desde un punto de vista nacional; su fidelidad a la monarquía desde otro punto de vista), excusan en parte aquellas licencias, en las que el miedo de los reyes y los aristócratas desempeñó un papel tan importante como el entusiasmo del pueblo.

La Revolución quiso cambiar el mundo. Inventó su propio calendario, el calendario republicano, con poéticos nombres (“nivoso” evoca la nieve, “vendimiario”, la vendimia, “brumario”, las brumas, “termidor”, el calor), para contar los años, como en Roma, a partir de su fundación. Aquel calendario estuvo en funcionamiento diez años.

La pasión revolucionaria dominante fue la de la igualdad, más que la de la libertad: igualdad de oportunidades, igual posibilidad a todo el mundo para acceder al Gobierno. (Dos de las tres palabras del lema francés actual aluden a la igualdad: “Igualdad” y “Fraternidad”.) Paradójicamente, la Revolución también fue un extraordinario vivero de talentos políticos, científicos y militares.

Una nueva clase llegaba al poder: la burguesía. La oscuridad de nacimiento, según la antigua fórmula de Pericles, ya no era un límite para las ambiciones (numerosos mariscales del Imperio serán de origen modesto).

El 26 de junio de 1794, en Fleures, Jourdan aplastó a los ejércitos monárquicos. Para sorpresa general, a pesar de la emigración de la nobleza, unos hombres nuevos habían surgido del pueblo francés y habían vencido rebeliones e invasiones. La prueba de que la Revolución no fue la invención del totalitarismo se deduce de estos hechos: una vez cumplido su trabajo, la dictadura no pareció necesaria a la República. La Revolución (al contrario que la siguiente, la de los soviéticos) no era un fin en sí misma. Por no haberlo entendido a tiempo, la Asamblea derrocó a Robespierre el 9 de termidor del año II (el 27 de julio de 1794) y al día siguiente fue guillotinado.

La Convención victoriosa, tras haber firmado con los reyes el tratado de Bâle el 5 de abril de 1795 (el que establece el Rin y los Alpes como fronteras de Francia) y después de haber reprimido las reacciones extremistas (el 20 de mayo, el 1 de pradial) y monárquicas (el 5 de octubre, 13 de vendimiario) se disolvió el 20 de octubre de 1795, dejando operativa una Constitución moderada, la del Directorio. Consciente del trabajo cumplido, la República escapaba para siempre del Terror.

 

Fuente: Toda la historia del mundo. Jean-Claude Barreau y Guillaume Bigot. Punto de Lectura. Madrid. 2006.

 

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