Más allá del volumen de la corrupción, la diferencia entre una dictadura y un régimen de libertades radica, obviamente, en que el segundo brinda unos contrapesos y un control del poder...

Más allá del volumen de la corrupción, la diferencia entre una dictadura y un régimen de libertades radica, obviamente, en que el segundo brinda unos contrapesos y un control del poder capaces de anular y hacer públicos, al menos parcialmente, los vicios y corruptelas inherentes a la política. En las dictaduras, la corrupción se intuye y suele estar institucionalizada, pero no suele provocar alarma social, porque la ausencia de libertades –la de prensa en especial- y de fiscalización parlamentaria hacen que los escándalos económicos con implicación del poder político generalmente pasen desapercibidos.

En el caso concreto del franquismo, a lo dicho se añade que la arbitrariedad a la que se ajustó muy a menudo la gestión económica de las autoridades del periodo tal vez fue más grave que la corrupción en sí misma. Fundamentalmente, porque rompió las reglas del juego en el mercado privilegiando a esa minoría de empresarios que disfrutaban de sólidos lazos con el poder. Tal circunstancia hace entender la irracionalidad que presidió no pocas veces la política económica años después de la liberalización de 1959, en particular con el arranque de los llamados “planes de desarrollo” a partir de 1964, que propiciaron un rebrote del intervencionismo, culpable a la postre de consolidar los defectos estructurales del sistema productivo español. De este modo se entiende que sobrevivieran empresas escasamente competitivas, sobre todo en la industria más antigua y obsoleta o en la agricultura de secano menos productiva; que se limitara la entrada de nuevas empresas en toda una serie de sectores económicos; que se aprobaran subvenciones públicas e incentivos fiscales para unos pocos sin garantías suficientes y creando agravios comparativos a la mayoría del empresariado; que se preservaran circuitos privilegiados de financiación en pro tanto de compañías públicas como privadas; que contra toda lógica se mantuvieran altos algunos aranceles, o que incluso se volvieran a fijar precios al margen del mercado en determinados productos. Con estas prácticas quedó libre el camino a la discrecionalidad en las decisiones económicas, y por consiguiente al tráfico de influencias y, en no pocas ocasiones, a la más lacerante corrupción.

 

Fuente: El poder de los empresarios. Mercedes Cabrera y Fernando del Rey Reguillo. Santillana Ediciones Generales. Madrid. 2002.

 

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