Para bien o para mal nuestro pensamiento es obligado tributario de un pensamiento pretérito no exento de errores... (Manuel Montalvo)

Para bien o para mal nuestro pensamiento es obligado tributario de un pensamiento pretérito no exento de errores, tampoco de aciertos, que vale de guía para adentrarse en el oscuro proceso catártico que llamamos mundo, como de cierto lo tuvo John Maynard Keynes al hacer de las ideas el vector del movimiento de la sociedad hacia lo peor o lo mejor como se dice en la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, y de la que el propio Keynes escribe a Bernard Shaw, “un libro de teoría económica que, en gran parte,  revolucionará, supongo que no de inmediato, pero sí en el curso de los próximos diez años, el modo en que el mundo piensa acerca de los problemas económicos”.

La sociedad venía debatiéndose en el titilar de luces y sombras del platonismo, en la confusión de las ideas con las formas, de la realidad con los deseos, oculto el futuro por el horizonte deseado, un ocaso resplandeciente en el que la sociedad victoriana, refinada, ambarina y puritana, se contemplaba como si el decadentismo fuese un estado ideal, fuera del tiempo, una coincidencia embriagada por el deleite de las confusiones, parecida a la conciencia de Mrs. Dalloway, presa de las dudas, de las debilidades, de las que trata de protegerse siguiendo una vida ordenada, en la que incluso tienen cabida sentimientos velados por los visillos de personas de bien, fragmentos de un pasado que no es sino el insulso paso de los días apenas agitados por aquello que nunca fue. Compra flores, pasea de mañana por las calles recién regadas, oye las voces de los niños, que son en Inglaterra como el piar educado de pájaros de colores en jaulas doradas.

Lejos atruenan los gritos obreros, el hambre y la miseria feraces crecen en las afueras de su conciencia, en exceso fatigada por el derivar de las conversaciones al vulgar polo de la política, denotando mala educación: no son más que ayes de resentimiento.

Llegó las Gran Guerra, una nueva era venida con la natural barbarie y espanto de todo nacimiento. El ocaso del platonismo es el heraldo de tragedias impensables: la peste parda y la peste roja, parejos ensañamientos de la víctima histórica que llamamos hombre.

Horrorosos sucesos  para la humanidad, de los que parcialmente fue testigo Keynes, pues su vida no llegaría a cruzar el umbral de la mañana del 21 de abril de 1946. En sus cenizas esparcidas sobre las colinas de Tilton quedaba resumida la existencia de un sabio en el puro sentido de la palabra, cuya obra posibilitó echar asiento económico a la sociedad del despilfarro y la riqueza, en estas fechas ya desaparecida.

Valgan de reconocimiento las palabras de Lionel Robbins, cuya forma de entender la economía estaba en distinto polo de comprensión.

A menudo pienso que Keynes debe ser uno de los hombres más admirables que jamás han vivido, de sagaz lógica, aguda intuición, vivida fantasía, amplia visión y, más que nada, incomparable sentido sobre la precisión de las palabras, todo combinado para llegar más lejos de los límites de los ordinarios logros humanos.

En el mismo año 1873 en que moría Marx, veía la luz Keynes, una mera casualidad que no le despertaría jamás la curiosidad de leer sus obras: las desdeñaba por estar escritas con un estilo literario insufrible, no son páginas de una prosa fluida, brillante, carecen del aliento espiritual de Goethe. Efectivamente, e incluso, El Capital,  es una obra de lectura fatigosa, llamada a convertirse en un raro doctrinario para los confesos marxistas que en buena parte no leyeron.

En lo que a las claras erraba Keynes respecto de Marx es en no tomarle como un baluarte de la Economía Clásica, de una relevancia de forma alguna inferior a la de Smith, Ricardo, Mill y, por supuesto, Malthus, economista de mucha devoción para Keynes, no por ninguna mejor razón que la de permitirle asentar sus proposiciones sobre la base de los argumentos malthusianos, en detrimento de Ricardo al que consideró haber sido más dañino para el pensamiento económico que la Inquisición Española.

De todas formas, la aversión de Keynes hacia Marx venía motivada por razones de índole estética y cultural, provenientes de la clase social a la que pertenecía y al marco conservador en que desarrolló su formación intelectual. Era hijo de John Neville Keynes, autor del conocido ensayo The Scope and Method of Political Economy (1891), y de Florence Ada, hija a su vez del reverendo Browns. Su talento natural y sus orígenes familiares posibilitaron que hiciera de su vida una sucesión ininterrumpida de éxitos desde que inició sus estudios en Eton. Se licenció en Matemáticas en Cambridge y continuó una trayectoria deslumbrante, admirado de unos, reconocido de otros, ya en el campo de la economía, Marshall, Pigou, ya en el campo de la filosofía, Moore, y no tanto por Russell, compartiendo luces y sombras con Wittgenstein; igual sucedía en los predios literarios: miembro destacado del grupo de Bloomsbury, alternaba las veladas poéticas con el ejercicio de la Cátedra de Economía Política de Cambridge, sin dejar de lado las conversaciones más bien áridas con Rooselvet y Churchill sobre cuestiones políticas, ni orillar la toma de decisiones de política económica de gran trascendencia desde el Ministerio de Hacienda. Dirigiría The Economic Journal, lo que le dio pie a conocer el pensamiento económico coetáneo en amplitud y profundidad, del que resultaría ocioso hacer nómina, pero sin hacer excepción, por su importancia, la incitación que le hiciera a Michal Kalecki para visitar Cambridge, y ni decir tiene su relación con Piero Sraffa, empeñado en situar su obra La producción de mercancías mediante mercancías sobre los vagones en vía muerta de la Economía Clásica, de Ricardo y Marx.

 

 

 

Fuente: Keynes 20:09. Manuel Montalvo. Editorial Tecnos. Madrid. 2010.

 

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