Para la formación de conocimientos, aunque sea teórico, hace falta tiempo...

Para la formación de conocimientos, aunque sea teórico, hace falta tiempo, algo de aburrimiento y la libertad que da tener otra ocupación, lo que nos permite librarnos de la presión, parecida a la que sufre el periodista, de este mundo académico moderno donde o se publica o se perece, y que genera un conocimiento cosmético muy parecido a los relojes “de marca” pero falsos que podemos comprar en el barrio chino de Nueva York: sabemos que son falsos por mucho que se parezcan a los auténticos. Hacia finales del siglo XIX y principios del XX hubo dos grandes fuentes de innovación y conocimiento técnico: las personas que tenían hobbies y los párrocos ingleses, que solían encontrarse en situaciones de haltera.

La contribución -extraordinaria por su proporción- de los párrocos ingleses se debió a que, además de carecer de preocupaciones, tenían erudición, vivían en casas grandes o por lo menos confortables con servicio doméstico, contaban con un suministro fiable y constante de té, y disfrutaban de mucho tiempo libre. Y además, claro, tenían opcionalidad. Eran amateurs ilustrados. Los reverendos Thomas Bayes (a quien debemos el teorema del mismo nombre) y Thomas Malthus (padre del maltusianismo) son los más conocidos. Pero hay muchas más sorpresas que Bill Bryson ha catalogado en su libro Home: un buen ejemplo es que hubo hasta diez veces más párrocos y clérigos que dejaron su legado para la posteridad que científicos, físicos, economistas e incluso inventores. Además de los dos colosos antes citados, haré mención al azar de las contribuciones de varios clérigos rurales: el padre Edmund Cartwright inventó el telar mecánico, contribuyendo así a la Revolución Industrial; el padre Jack Russell creó los perros de raza terrier; el padre William Buckland fue la primera autoridad en dinosaurios; el padre William Greenwell inventó la arqueología moderna; el padre Octavius Pickard-Cambridge fue la mayor autoridad en arañas; el padre George Garrett inventó el submarino; el padre M.J. Berkeley fue el mayor experto en setas; el padre John Michell ayudó a descubrir Urano; y aún podría citar muchos más. Obsérvese que, como en el episodio documentado por Haug y yo, la ciencia organizada tiende a saltarse la parte que no se debe a ella misma y la lista de aportaciones visibles por parte de estos amateurs y hombres de acción es indudablemente más breve que la real porque más de un académico se puede haber apropiado de la innovación de algún predecesor.

 

Fuente: Antifrágil. Nassim Nicholas Taleb. Espasa Libros.Barcelona.2013.

 

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