Se cuenta de un ministro chileno de comienzos de siglo que acudía a su despacho todos los días laborables a las nueve en punto de la mañana...

Se cuenta de un ministro chileno de comienzos de siglo que acudía a su despacho todos los días laborables a las nueve en punto de la mañana. Media hora después salía y no regresaba hasta el día siguiente a la misma hora. No tenía reservado tiempo para audiencias porque había dispuesto que el aspirante a una entrevista la sustituyera por la anotación en hojas reservadas a este efecto del tipo de cuestión que quería tratar. Cuando un día un diputado lo interpeló acusándolo de descuido o pereza, si no ambos, le respondió como sigue: “Media hora me basta para clasificar todos los problemas pendientes en cuatro grupos: los problemas insolubles (¿no sería perder el tiempo ocuparse de ellos?); los problemas que pueden esperar (y, por tanto, que esperen) para solucionarlos; los problemas que se resuelven con el tiempo (y mejor entonces no tocarlos) y los problemas que se resuelven por sí mismos ( y que conviene, en consecuencia, dejar como están). Los problemas que se resuelven con el tiempo y los que se solucionan por sí mismo pueden combinarse en un solo grupo: para simplificar, he terminado por reducir todos los grupos de problemas a tres: los insolubles, los que pueden esperar y los que el tiempo resuelve (o que se resuelven por sí mismos). No se preocupe, señor diputado: todos los problemas han recibido la atención que merecen, según consta en las tres pilas de documentos que dejo cada día en mi despacho para oportuno archivo.”

La historia es, por supuesto, apócrifa, de modo que no es menester denunciar a ese imaginario ministro o alegar que su respuesta al no menos imaginario diputado rebosa en sofismas. Pero, en fin, apuntemos algunos de éstos.

Primero: en el tipo de problemas que suelen plantearse a los ministros no se puede saber nunca si un determinado problema es o no totalmente insoluble; lo más probable es que no haya nunca distinción clara entre problemas solubles y problemas insolubles.

Segundo: hay problemas que pueden esperar, pero si un problema puede esperar, no puede esperar hasta el fin de los tiempos. Llegará oportunamente (que será inoportunamente) el momento en que ya no pueda esperar más.

Tercero: confiar en que el tiempo resuelva un problema no lleva a ninguna parte, porque el tiempo de por sí no hace nada; a lo sumo, hace posible que llegue un momento particularmente adecuado para tratar de resolverlo. Además, si tan largo me lo fiáis, cabe concluir que con el tiempo se resuelven todos los problemas. Lo malo es que esto no equivale a resolver un problema, sino negarse a reconocerlo. Es cierto que llega un día en que lo que parecía haber sido un problema, deja de serlo. Como reza la llamada sabiduría popular, dentro de cien años todos calvos. Pero no hay ninguna garantía de que el problema de referencia no se vengue creando nuevos problemas que no pueden ya esperar más.

Pero no le neguemos tampoco al ministro chileno una pizca de razón. Su modo de resolver problemas, es decir, de abstenerse de resolverlos, tiene cierta miga.

 

Fuente: Mariposas y supercuerdas. José Ferrater Mora. Edicions 62. Barcelona. 1994.

 

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