Si en el transcurso de los años cincuenta y sesenta los ciudadanos asimilaron el desfondamiento de los valores tradicionales...

Si en el transcurso de los años cincuenta y sesenta los ciudadanos asimilaron el desfondamiento de los valores tradicionales y celebraron con frecuencia este desfondamiento como una liberación, ello fue porque, al mismo tiempo, los antiguos valores eran reemplazados por algunas creencias esenciales –el progreso, la ciencia- basadas en la omnipotencia de la razón. El retorno de la razón al campo de la cultura europea data del fin del medievo, mil años después del entierro de la cultura grecolatina bajo el modelo judeocristiano.

El enfrentamiento entre la cultura grecolatina y la tradición judeocristiana se produjo entre los siglos XV y XVI. A este choque se lo llamó: Renacimiento. Dos conceptos ferozmente antagónicos –fe y razón- chocaron frontalmente. La fe exige el respeto literal por las sagradas Escrituras, expresión directa de Dios. Es ésta la base de la disciplina reina, la teología, que vigilaba la ortodoxia contra toda forma de pensamiento y castigaba a los desviados (excomunión, hoguera, Inquisición, suplicios). La Iglesia, guardiana de la interpretación de los textos, imponía el dogma, organizaba la vida, reinaba en los espíritus, dictaba las normas de la moral, la ciencia, la estética y el derecho, definía el bien, lo verdadero, lo bello y lo justo.

El Renacimiento acaba con la supremacía absoluta de la teología. La emergencia del pensamiento racional favorece la distinción entre filosofía y religión, entre humanismo y cristianismo. El humanismo hace del hombre “la medida de todas las cosas”, el sujeto central de ese Universo que tiene vocación de dominar. La verdad lógica, resultado de la deducción, va a oponerse a la verdad dogmática, fruto de la revelación. El humanismo se extiende entonces, con la gran fuerza que le da la potencia científica y técnica. Galileo, Leonardo da Vinci, Miguel Servet, Copérnico se dedican a tratar de comprender las leyes del Universo. Liberados de la presión de la fe, se ocupan de una tarea estrictamente profana: dominar la naturaleza.

El progreso se convierte así en una nueva religión, que puede conseguir la felicidad en la Tierra. La ciencia aporta una nueva lucidez, a veces paradójica, como la que deriva de “no creer a nuestros ojos, creer únicamente en nuestro cerebro”. En el siglo XVIII, el Siglo de las Luces edifica un sistema de pensamiento: el racionalismo, que acabará por destruir la superstición, la religión y los poderes arbitrarios. Se asiste entonces a la edad de oro de la circulación de los saberes mediante los viajes, la correspondencia y las conversaciones (“los salones”). La República de las Letras expande un nuevo sistema de pensamiento.

Para pensadores como Descartes, Newton, Rousseau, Diderot, Condorcet, Voltaire, todo lo que existe es considerado inteligible y, a la luz de la razón, el Universo debe develar sus enigmas, uno a uno. El Universo es también los hombres y la forma en que son gobernados. Ahora bien, deben serlo mediante leyes racionales. La razón colectiva debe regir la ciudad y a los individuos (dotados de una libertad y una dignidad nuevas): eso será la democracia.

 

Fuente: Un mundo sin rumbo. Ignacio Ramonet. Editorial Debate. Madrid.1997.

 

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