Y eso que en un principio la figura de Hitler, su pasado, su persona y su forma de hablar fueron más bien un hándicap para el movimiento que estaba concentrándose tras él...

Y eso que en un principio la figura de Hitler, su pasado, su persona y su forma de hablar fueron más bien un hándicap para el movimiento que estaba concentrándose tras él. En 1930 Hitler era aún para muchos una figura vergonzosa, perteneciente a un pasado gris: el redentor muniqués de 1923, el hombre del grotesco putsch de la cervecería. Además su aspecto le producía bastante rechazo al alemán medio (no sólo a los “inteligentes”): ese peinado de proxeneta, esa elegancia de pacotilla, el dialecto de los suburbios vieneses, esa increíble verborrea unida a los ademanes de epiléptico, su gesticulación desenfrenada, esos espumarajos, la mirada entre flameante y extraviada. Y encima el contenido de los discursos: ese gusto por la amenaza y la crueldad, sus fantasías sobre ejecuciones sanguinarias. La mayoría de la gente que empezó a vitorearle en el Palacio de los Deportes en 1930 probablemente habría evitado pedir fuego por la calle a un hombre como aquél. Pero es ahí donde ya empezaba lo raro: la fascinación que ejercía precisamente lo más repugnante, lo nauseabundo, ese rezumadero de asco llevado al extremo. Nadie se habría sorprendido si, cuando este ser pronunció su primer discurso, un policía lo hubiera agarrado por el cuello y lo hubiese enviado a un lugar donde no se le volviera a ver jamás y al que sin duda alguna pertenecía. Sin embargo, como no ocurrió nada parecido y, más bien al contrario, el hombre siguió creciéndose y volviéndose cada vez más demente y monstruoso al tiempo que pasaba menos inadvertido y se hacía más famoso, se produjo el efecto opuesto: la bestia comenzó a generar fascinación y a la vez surgió el auténtico enigma en le caso de Hitler: esa extraña obnubilación y aturdimiento que sufrían sus adversarios, sencillamente incapaces de reaccionar ante aquel fenómeno, como sometidos al efecto de una mirada de basilisco, sin estar en condiciones de darse cuenta de que estaba desafiándoles el infierno personificado.

 

Fuente: Historia de un alemán. Sebastian Haffner. Ediciones Destino. Barcelona. 2003.

 

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