SIN ACRITUD

Focus: Política
Fecha: 20/04/2015

Recuerdo que en aquel París mitificado de finales de los cincuenta, nos reuníamos a diario,  en un pequeño bistrot de la rue des Écoles,  (un “jambon beurre” y una “bière”) cuatro amigos: Manolo, Valentín, Víctor y yo. Para nosotros París era la libertad, una isla que nos alejaba de la ciénaga franquista. Como existía una cierta complicidad con el patrón, podíamos estar allí hasta últimas horas de la noche, en debates continuados. Siempre nos atendía la misma muchacha – más o menos de nuestra edad – que hizo un retrato del grupo: ellos tres eran españoles y yo era “le Canadien”, y así me saludaba. Seguramente esa curiosa interpretación se basaba en que Valentín y yo hablábamos habitualmente en inglés (esnobismos de la edad) y que mis rasgos no se ajustaban al estereotipo dominante.  Lo cierto es que yo nunca lo negué. Ya por aquel entonces la españolidad no iba conmigo.

Han pasado muchos años (casi todos) y aquella primera apreciación no ha hecho más que confirmarse. Ahora que estamos en el proceso de constituir un Estado independiente, separado del Estado español, me pregunto qué razones me han llevado a luchar por ello.

Por mi formación académica y trayectoria profesional, mi primer acercamiento al tema fue de naturaleza económica. Junto a mis buenos y queridos amigos de “Sobirania i Justícia” redactamos un primer manifiesto independentista en esa línea, y años después publiqué un libro con el título “Catalunya, a la independència per la butxaca”. Ambos ensayos estaban escritos desde la racionalidad. Me permitieron constatar que la integración en el Estado Español siempre había sido perjudicial para los intereses y proyectos de los ciudadanos catalanes. Debíamos salir, y pronto, si no queríamos acabar hundiéndonos con ellos.

Como a veces he declarado, me considero un positivista lógico. Sólo argumento después de una demostración empírica de los hechos. Me siento discípulo de Moore, de Russell, de Wittgenstein. Los años no han hecho más que ratificar esta posición vital.

Es por ello que me he permitido reflexionar sobre los motivos de mi desapego de España (“le Canadien”). No me ha costado encontrarlos. Con el tiempo han cambiado los significantes, pero se mantienen los significados. No es una reacción frente a las maldades de la españolidad. No hay acritud. Simplemente no me gustan.

 

No me gusta una sociedad que disfruta con la tortura de los animales y que hace de “la fiesta de los toros” un espectáculo denigrante. No comprendo el disparate de proponer a la comunidad internacional que se haga de esta salvajada “patrimonio cultural de la Humanidad”.

No me gusta un señor – el presidente Rajoy – que dice idioteces como que “me gusta Cataluña, sus gentes, su carácter abierto, su laboriosidad, son emprendedores, hacen cosas...”.

No me gusta un pueblo que maltrata su propia lengua y que declara “acabao” un problema, que tiene una amiga “que” su mamá es cantante, que dice vivir en “Valladoliz” o que “escucha” cuando en realidad oye.

No me gusta un ministro – el locuaz señor Wert – que manifiesta su interés por “españolizar a los niños catalanes”.

No me gusta la monarquía borbónica. En realidad no me gusta ninguna monarquía. Me resultan obsoletas, con su corte de vasallos, siervos y plebeyos. Se han equivocado de siglo.

No me gusta el chalet de la señora de Cospedal. Me parece de un barroquismo insultante y de una vulgaridad exquisita.

No me gusta la legión y sus desfiles. Su continuidad es una expresión homófoba propia de sociedades ultraconservadoras.

No me gusta el abusado uso del espacio público que hace la religión católica – con el apoyo entusiasta de los gobiernos de turno - , cuando debería limitarse al ámbito privado, que es el que le corresponde.

No me gusta tener que oír las hazañas del expresidente señor Aznar López, tanto si se trata de campeonatos de abdominales como de encendidas arengas a favor de un Estado unitario.

No me gusta un poder judicial contaminado, en el que jueces y fiscales se atienen a las órdenes del poder ejecutivo.

No me gusta la cantinela de la Lotería Nacional. Me recuerda las farinetas, los sabañones y los cupones de racionamiento.

No me gustan las “barbies” del Partido Popular, que ya no tienen edad para vestirse de “barbies”.

No me gusta un poder legislativo que actúa como correa de transmisión del poder ejecutivo y cuya mayoría de componentes no hacen más que acudir a una cámara de tanto en tanto, aplaudir frenéticamente a los suyos y distraerse con algún artilugio electrónico.

No me gusta la ligereza de cascos de la izquierda oficial española (el PSOE), que ha explotado hasta la saciedad su etiqueta antifranquista (cuando en la práctica su compromiso real fue muy limitado en los años de plomo) y sigue instalada en un poder seudodemocrático.

No me gusta la copla y los sucedáneos modernos de Concha Piquer. Ni la letra, ni la música.

No me gustan los partidos políticos, que han hecho de la corrupción una forma de vida y cuyos aparatos se han transformado en “agencias de colocación” de sus militantes y simpatizantes.

No me gusta la retórica discursiva de la señora Susana Díaz, su continuado uso de la demagogia como herramienta de comunicación y su incapacidad para comprender la realidad catalana.

No me gusta el dislate de San Fermín en Pamplona. Pienso que la borrachera es más una decisión personal que colectiva. Además los toros no tienen ninguna culpa de esa barbarie.

No me gusta el tupé del señor Bono, ese pintoresco personaje cuyo horizonte intelectual gravita entre el chascarrillo y la chacota.

No me gusta un país que ha hecho del subsidio un componente estructural.

No me gusta el señor Montoro y su risita controlada. Imagino que intenta imitar a Groucho Marx, pero le falta la mínima inteligencia.

No me gusta el relato novelado de la “transición española”, una estafa que acabó ratificando los valores del franquismo, bajo una apariencia democrática.

No me gustan las camisas blancas del señor Sánchez. Es casi tan insustancial como el señor Rodríguez Zapatero, meta difícilmente alcanzable.

No me gustan los medios de comunicación españoles. Forman una gran ola amarillenta y maloliente. No se salva nadie, ni a la derecha ni a la izquierda.

No me gusta el “look” de la señora Rosa Díez, ni sus arrebatos patrioteros. Se comporta como “la mala” de una telenovela venezolana.

No me gusta la CEOE. Creo que sólo se representa a sí misma, es decir, a las “grandes” empresas privatizadas (antiguos monopolios públicos) y a las que dependen de los anuncios que aparecen en el BOE.

No me gusta el “archivo de Salamanca” y su valor simbólico como botín de guerra. No es más que la prueba política de querer borrar las señas de identidad de un pueblo vencido.

No me gusta la señora Rita Barberá y su voluntaria liquidación del patrimonio valenciano, pero todavía me gustan menos los ciudadanos que la votan desde hace tantos años.

No me gustan los debates de las televisiones públicas – tampoco de las privadas – que pueden discurrir entre “las bragas de la Pantoja” y “el tamaño del pene de Ronaldo”.

No me gusta el señor Monago y sus alardes de buena gestión económica – a la altura de su paisano señor Rodríguez Ibarra – cuando esa bonanza viene determinada por los fondos recibidos de otras comunidades, en especial de Catalunya.

No me gustan los que construyen su proyecto de vida con el solo propósito de ganar unas oposiciones y vivir eternamente de los Presupuestos Generales del Estado.

No me gusta Madrid. En eso – y sólo en eso – coincido con Cela: “Entre Navalcarnero y Kansas City”.

No me gustan las soflamas de “Podemos”. Tienen un corsé demasiado estrecho que acabará comprimiéndolos. Llegan tarde, muy tarde, a mayo del 68. Acabarán sustituyendo a la casta que tanto critican y de la cual dan buenas muestras de ser dignos aprendices.

No me gusta la supuesta suntuosidad del habitáculo de entrada en la estación ferroviaria de Atocha. No sólo es inútil, es obsceno.

No me gustan los gobiernos de funcionarios, de eso que llaman “funcionarios de carrera”. Utilizan los recursos públicos sin criterio. No asumen ninguna responsabilidad. Saben que el malgasto no afecta a su cartera. No tienen que avalar a nadie.

No me gustan los callos, ni la sangría, ni la sidra, ni los churros.

No me gusta “el día de la raza”. Es un culto a la xenofobia.

No me gusta que me hablen a gritos. El tono de voz es chirriante. Agrede más que comunica.

No me gustan tantas cosas de esa España que pretende retenernos... También por todo ello me quiero ir.

 

Soy realista. Sé que tendremos problemas como nación independiente, pero también grandes oportunidades para construir un país nuevo, tan alejado como podamos de los vicios históricos que nos han condicionado durante tantos siglos.

Siempre habrá incertidumbres. Pero que entiendan los mojigatos, los cobardes y los aprovechados que la única certeza es que si nos quedamos no tendremos futuro.

 

 

Notas

Alf Duran Corner

 

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