Focus: Política
Fecha: 23/06/2024
En la esfera privada, que es la mía, he vivido personalmente muchos proyectos de inversión que luego se han materializado. En ocasiones el estudio previo a la inversión estaba poco trabajado y respondía sobre todo a esa teórica nariz instintiva que se le supone a cualquier emprendedor. En otras, la mayoría, la inversión era sometida a un meticuloso análisis para conocer su viabilidad económica, siempre en grado de probabilidad porque nunca se controlan todas las variables. Imagino que en política el proceso es similar, aunque los protocolos no están definidos y todo se mueve en la ambigüedad.
Esto nos lleva a un concepto económico que se ha popularizado y se emplea fácilmente en el lenguaje cotidiano: la amortización.
Amortizar no es más que cuantificar la pérdida de valor de un bien (activo) o de una deuda (pasivo). Por ejemplo, te compras un televisor y te aseguran una vida útil de cinco años y al cabo de este tiempo (si todo ha ido bien) piensas que ya lo has amortizado. La inversión ha merecido la pena. De la misma forma cuando firmas un crédito hipotecario para comprar una vivienda (pues no cuentas con recursos suficientes para pagarla al inicio) sabes que irás devolviendo el préstamo en cuotas a lo largo de veinte o treinta años, hasta que lo hayas amortizado.
En la sociedad actual se ha dado un paso más, al aplicar el concepto de amortización a las personas en su vida laboral. Por eso se llevan adelante planes de pre-jubilación, en grandes empresas, de trabajadores mayores de cincuenta y cinco años, con la colaboración del Estado (o sea con el dinero de los contribuyentes). Se considera que ya están “amortizados” y pueden ser sustituidos por empleados más jóvenes, con muchos grados académicos y poca experiencia, pero más baratos. Esta cultura de planificar la obsolescencia de los ciudadanos como si fueran productos se ha ido imponiendo en el management moderno.
Vayamos ahora a los políticos, en los cuales también se invierte, sobre todo quien puede hacerlo. Éste fue el caso del producto Ciudadanos y de su tándem más notorio: la pareja Ribera – Arrimadas. Los representantes del sector empresarial más españolista de Catalunya pusieron recursos económicos y ruido mediático para promocionar esa “cosa”, cuyo único objetivo era luchar contra el independentismo catalán, su lengua, su cultura y sus más genuinos valores. El rendimiento a corto plazo de esa inversión fue bueno para ellos, aunque en paralelo reforzó las bases independentistas. Pero como no era sostenible, ha acabado en proceso de derribo. Los inversores tendrán que llevar a pérdidas lo que queda del naufragio.
Lo mismo puede ocurrir (a un nivel más macro) con el invento creado alrededor de la figura del señor Macron, actual presidente de Francia. De un día para otro el exbancario de banca privada de Rothschild entró en política y acabaron diseñándole un marco a medida (el movimiento ¡ En Marche !) que se presentaba como un proyecto social-liberal, pero que en el fondo era el más claro representante de un conservadurismo actualizado. Aprovechando el vacío de liderazgos políticos en Francia, se presentó a las elecciones presidenciales y en el 2017 ya era presidente de la República. Macron con el tiempo ha destacado, sobre todo ante el cúmulo de inútiles que ocupan posiciones de gobierno en los países europeos y en la propia Unión Europea. Y se lo ha creído demasiado, en un exceso de narcisismo. Y en unas recientes elecciones marginales (las del Parlamento europeo) se ha llevado un susto, al quedar su marca en tercer lugar. Aunque lo peor no ha sido esto, sino que su convocatoria de nuevas elecciones generales para ganar a la “extrema derecha” de Marine Le Pen, ha supuesto un reagrupamiento de todas las fuerzas de “izquierda” en una especie de “frente popular” de estar por casa, pero que no le da cabida. Los franceses votarán entre dos opciones y la marca del señor Macron pasará a mejor vida. Se dará por amortizada. Más adelante el proceso de extenderá al propio señor Macron.
Y es que todo lo que empieza termina, aunque a veces no nos lo creamos. Y si encima empieza mal (no por falta de recursos sino por su volatilidad conceptual), lo más probable es que dure poco.
Es por eso que cuando contemplo los avatares de algunos partidos políticos etiquetados como independentistas catalanes y en especial los de sus líderes, me pregunto si conocen el concepto de amortización.
Por ejemplo, Esquerra Republicana (lo “de Catalunya” ya no está muy claro) es un partido en deterioro constante, que no solo debería amortizar a sus líderes más notorios (destacando al cardenalicio señor Junqueras, principal responsable del fracaso político de su proyecto), sino que también debería exigirlo a la mayoría de sus cuadros. Ese juego entre ser más de “izquierdas” o ser más “independentista” no tiene lugar en el campo de la lógica de las prioridades. El independentismo no es una ideología, es un objetivo de libertad para gobernarse por sí mismo. Una vez alcanzado, la sociedad decidirá sobre que rieles quiere ir avanzando. Hay un “fondo de comercio ideológico” que Esquerra ha de saber reconducir si de verdad quiere la independencia.
En cuanto a lo que ocurre a la otra opción independentista (Junts per Catalunya), el diagnóstico es diferente porque las condiciones son distintas. Y el primer trabajo a realizar, y ésta es labor de su President, es consolidarse como partido y dejar de ser una corriente con muchos afluentes. Este colectivo, al menos, tiene una conciencia clara de que son independentistas, aunque no saben por ahora cómo alcanzar el objetivo. Pero la etapa de los líderes actuales está llegando a su fin y deben ser amortizados. No sé cómo hay que hacerlo, pero me gustaría que esa amortización pasara previamente por la restitución del señor Puigdemont como President de la Generalitat. Se lo ha ganado a pulso. Más que nadie. Y que luego cediera el paso a nuevos equipos.
Resumiendo, hay trabajo que hacer. Algunas inversiones han salido mejor que otras, pero todas, con nombres y apellidos, han de ser amortizadas, aunque esto pueda afectar a la cuenta de resultados a corto plazo.
Pero hay que ir con mucho cuidado, porque cualquier empresario o directivo profesional sabe muy bien que la amortización contable no tiene nada que ver con la real, y que el equipo en cuestión (aunque amortizado) continúa funcionando con buenas prestaciones. Y si traspasamos esta realidad económica como metáfora al ámbito político, es condición necesaria que tanto Esquerra como Junts (una vez “amortizados” sus antiguos representantes) amorticen también sus programas autonomistas y se planteen seriamente un proyecto común integrador con un solo objetivo: alcanzar la independencia. Una sola marca, una “única proposición de venta” (que diría Ted Bates) y un liderazgo potente e ilusionante (unicéfalo) capaz de recuperar las ansias de libertad de un pueblo históricamente oprimido. Esto supondrá nuevas inversiones, sobre todo en activos humanos de un perfil más directo, pero no nos preocupemos (salgamos de nuestra zona de confort), ya tendremos tiempo para amortizarlos más adelante si la dialéctica de los hechos así lo aconseja.
De la CUP no hablo porque nunca la he considerado un partido político sino un aula de debate, que acostumbra a pifiarla cuando se mete en el campo de la acción. En este caso el voto que reciben no es propiamente una inversión sino un gasto (como un ticket de teatro) para tener derecho a vivir el espectáculo que presentan cuando intervienen en cualquier cosa. Lo peor de la acracia es su institucionalización. Es un oxímoron. Yo creo que todavía no saben bien lo que quieren, eso que algunos de esos chicos y chicas empiezan a ser algo mayores.
El problema real con las amortizaciones lo tenemos enfrente. Y es que por mucho que deseemos que se amorticen los Aznar, González, Guerra, Rajoy, Marchena, Llarena, García Castellón, Cadena, Moreno, Zaragoza, Baena, Madrigal, Page, Lambán, Núñez Feijóo, Gamarra, Díaz Ayuso y un larguísimo etcétera, sabemos que la saga continúa recitando el mismo guion y que las nuevas generaciones están prestas a recoger el testigo de su deporte predilecto: fuck catalans.
Ante este escenario, quizás ya ha llegado la hora de dejar caer los lirios que llevamos hace siglos en las manos. Y esto exige sangre nueva, trabajar unidos y prepararse seriamente para el despegue. Ya nos amortizará la historia.