BURÓCRATAS, TECNÓCRATAS Y OTRAS ESPECIES MENORES

Focus: Sociedad
Fecha: 05/09/2022

Para hacerlo más fácil vamos a agruparlos en la categoría de “funcionarios”, un código generalista que describe a aquellas personas que ejercen funciones públicas en la administración del Estado. Es por ello que sus ingresos van a cargo de los Presupuestos Generales. Su patrón es el Estado (simbólicamente hablando), aunque de hecho en la práctica cada unidad dependa de una estructura independiente que se rige por un conjunto de normas y procedimientos establecidos adhoc. Se podría decir que los patronos son los denominados “altos funcionarios del Estado”, que al principio habían sido funcionarios de a pie y con los años han ido escalando en la organización  hasta llegar a la cumbre.

Fue Max Weber (1864-1920) quien puso un cierto orden en la organización de la cosa pública, interpretando que una estructura profesionalizada era más racional que las alternativas históricamente agotadas. Probablemente tenía razón, aunque ya avisó de los riesgos que ello conllevaba. Ciento cincuenta años atrás, un poco conocido economista francés defensor del “laissez faire, laissez passer (Vincent de Gournay) ya había prevenido a la Francia absolutista de los peligros de una enfermedad que el tachaba de bureaumanie o excesivo peso de la burocracia.

Si entramos en el análisis sociológico propiamente dicho encontramos ciertas evidencias que el empirismo ha ratificado. En términos generales, el funcionario cree que un puesto en la función pública es más seguro que en el ámbito privado. Tiempo atrás asumía que sus ingresos podían ser menores, pero eran seguros; ahora la distancia se ha acortado, por lo que se ha despertado todavía mayor interés por acceder al paraguas del Leviathan, ese monstruo bíblico que Hobbes (1588-1679) utilizó como metáfora para justificar el poder absoluto del Estado y de su aparato burocrático.

Si tenemos en cuenta además las dificultades crecientes para subsistir laboralmente trabajando en el sector privado, se comprende que muchas personas se orienten a la cosa pública, lo que produce indirectamente un aumento del volumen de los procesos de selección y contratación. Los que siempre hemos batallado en el sector privado sabemos por experiencia que cuanto mayor sea el espacio alquilado para tareas administrativas, más pronto se te llenará de personas, a las que luego tendrás que encontrar una función a desempeñar. Se produce un juego dialéctico entre el órgano y la función, en el que la necesidad no es invitada. Si esto lo trasladamos al espacio público, podremos concluir que se está produciendo “overbooking”. En algunas comunidades del Estado español (por ejemplo en Extremadura y Andalucía), una simple suma cuestionará los fundamentos económicos más elementales de cualquier ciudadano. Se trata de sumar los empleados públicos a los desempleados, a los pensionistas y a los menores de dieciocho años (sin acceso legal al mercado de trabajo) y luego compararlo con la población total. No podemos ni debemos considerar que la función pública es un gran almacén para colocar todos los excedentes humanos que no encuentran salida en el mercado de trabajo. Entre otras razones porque no podremos pagarlo todo.

Pero hay algo todavía peor que pertenece más al ámbito de la psicología que al de la sociología. Y es que el aumento en el número de funcionarios está reduciendo el peso de dos variables vitales para el progreso de la sociedad: la capacidad crítica y la gestión del riesgo. Si tenemos en cuenta que el funcionario es, como ya hemos dicho, un empleado del Estado (representado por el gobierno de turno), siempre se identificará con los poderes dominantes, que son los que le pagan el salario cada mes. Criticará procedimientos y temas puntuales en la negociación de los convenios, pero nunca irá al fondo porque no le interesa. La segunda variable (la gestión del riesgo) tiene además raíces históricas muy negativas. En el Estado español nunca se ha fomentado la iniciativa privada, aunque ahora se hable de emprendedores como si esto fuera moneda corriente. No olvidemos que el Estado español es de matriz castellana y la opción preferida de esa cultura es hacer oposiciones, a lo que sea. Cuando estás bajo el paraguas del Leviathan no hay riesgo; no hay por qué cultivarlo. Como ya he dicho muchas veces, el único riesgo personal que han tomado la mayoría de los funcionarios va ligado a la firma de una hipoteca para una vivienda de propiedad. La paradoja, que cuesta mucho dinero a los contribuyentes, es que luego toman decisiones con dinero público, donde no hay riesgo, pues saben que si se equivocan nadie les va a pedir explicaciones, y menos esos cuerpos inútiles (como el llamado Tribunal de Cuentas), formado por miembros de su misma clase corporativa, siempre afines a los intereses del colectivo.

Y así hemos llegado sin quererlo al corazón del problema, a los llamados “altos funcionarios”, que manejan en la sombra las riendas del Estado, gobierne quien gobierne, y cuya única ideología es la que les permite mantener sus privilegios. Por eso son mayoritariamente reaccionarios (reaccionan ante cualquier movimiento que rompa el statu quo), aunque la ceguera mental de los medios de comunicación los califique de derechas o de izquierdas. El funcionario se apoltrona, se abriga y observa lo que ocurre fuera. Y cuando quiere interviene y bloquea el flujo natural de las cosas. Limita, coarta, archiva, sanciona, externaliza. No es un “servidor público” (el “public servant” anglosajón), es un servidor del Estado, de su Estado, que él mismo representa.

La otra cara de la moneda que se salva del naufragio burocrático es la organización pública de la sanidad y la educación. Son de momento la gran excepción que confirma la regla. Hacen su trabajo y lo hacen bien para beneficio de la sociedad. Son funcionarios, muchos de ellos vocacionalmente, y defienden con dignidad su puesto.

Nada que ver con esos personajes cargados de medallas, de fajas y de vestimentas dieciochescas que se reúnen con frecuencia para celebrar su exitosa escalada. Escribo esto después de echar un vistazo a un documentado artículo periodístico sobre el “caso Vólhov”, que parece una novela barata de aventuras escrita por un mal imitador de John le Carré. No es que a mí me importe mucho lo que haga o deje de hacer el juez encargado del caso, lo que sí me resulta increíble es que un estamento público dedique tiempo y recursos de los contribuyentes a investigar una conspiración de tebeo, en la que podrían aparecer el “guerrero del antifaz”  o el “hombre enmascarado”.

Sobran funcionarios, muchos funcionarios. Empezando por arriba.

 

 

Alf Duran Corner

 

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