Focus: Política
Fecha: 28/11/2019
No queremos entrar en el terreno de la teoría política y sus peligrosas interpretaciones sobre el Corporativismo como representación genuina de los grupos sociales, frente al absolutismo del Estado, el liberalismo y el concepto marxista de la lucha de clases.
Vamos a ceñirnos a la simple definición, muy a ras de suelo, de cómo los integrantes de un colectivo particular (por ejemplo, un colegio profesional, una agrupación sectorial de empresas o un gremio artesanal) defienden a sus componentes –prietas las filas– cuando alguno de ellos es sometido a la crítica de la ciudadanía, sin prestar la menor atención al contenido y validez de esas críticas.
Es cierto que en el Estado español el corporativismo siempre ha gozado de buena salud, siendo la “democracia orgánica” un magnífico ejemplo de tal construcción ideológica. De ahí que la alta magistratura (y la baja) se defiendan como un cuerpo de marines cuando se cuestionan sus decisiones, decisiones que afectan a la vida de personas que tienen, o deberían tener, los mismos derechos que sus acusadores. El corporativismo acorrala, señala con el dedo desde una supuesta superioridad moral.
Virgilio Zapatero, exministro socialista, escribió una columna en “El País” hace ya treinta años, en la que decía: “El neocorporativismo no es más que una forma bastarda de pluralismo; es aquel pluralismo en el que ciertos grupos sociales controlan el mercado político; es un sistema en el que se pasa de la libre concurrencia entre grupos al oligopolio; es aquel modelo político en el que (C.Offe) determinados grupos de intereses organizados se adueñan de “trozos del Estado” o “hacen las veces de Estado en sectores de la vida pública” (Hutford). En suma, es el gobierno privado de intereses públicos”.
Es un retrato perfecto de lo que ha sido siempre el Estado español: cuerpos de seguridad, aparato judicial, altos funcionarios, técnicos operativos de la Administración, etc.
Claro que esto lo escribió el señor Zapatero cuando los socialistas aparentaban “progresismo” y “El País” todavía no se había convertido en “el Pravda” del Régimen.
Y ahora un episodio en apariencia menor en el que el Estado ha entrado de nuevo en el terreno de la “conspiración judeo-masónica” (la arbitraria detención de un grupo de personas independentistas sin ninguna adscripción política concreta, ni más estructura que la que expresa su activismo personal) se ha visto asociado a la sorprendente decisión de un juez, que ha imputado a un grupo de periodistas por haber difundido relatos sobre un sumario en principio secreto.
Ante tal suceso los “periodistas/cuentistas” se han sentido ofendidos y rápidamente han saltado las alarmas para defenderlos corporativamente. Hasta la señora Segarra, fiscal general del Estado, que ha guardado un silencio profundo durante el juicio del “procés” y no ha hecho nada por paliar los desatinos de su cuerpo de fiscales, ha salido en defensa de esos pobres chicos. Curiosa forma de aplicar su concepto de justicia, en un cargo que se supone debe proteger los intereses colectivos de la sociedad y no los de un grupo particular.
Porque de lo que se trata es de leer detenidamente los relatos que los ofendidos periodistas de la “caverna mediática” madrileña (El Mundo, el País, ABC, el Español y el Confidencial) y de sus derivados (la Vanguardia, la cadena Ser y RTVE) han publicado sobre los activistas detenidos. Son relatos fantasiosos que demonizan a unos pobres ciudadanos que se han limitado a defender públicamente sus ideas.
Que los funcionarios del sistema judicial vehiculen informaciones parciales sobre documentos confidenciales es algo habitual en el Estado. La “autoridad competente” se inhibe, cuando no toma directamente la iniciativa. No pasa nada.
Ahora bien, que se distorsione el tema y se pase el protagonismo de unos ciudadanos “preventivamente encarcelados” a unos “periodistas de investigación” del colectivo basura, y que no surja ninguna voz crítica entre los componentes de la profesión periodística, es una muy mala señal.
Corporativismo de la peor especie.