DJIBOUTI, LA NUIT

Focus: Sociedad
Fecha: 01/12/2021

Desde cualquiera de las habitaciones del Kempinsky Palace de Djibouti, con unas espléndidas vistas al mar, uno puede sentirse el amo del universo, con las limitaciones que el credo islámico sunita impone a cualquiera que pise su territorio ideológico.

Pero, ¿a quién le puede interesar esta ciudad-Estado de apenas 23.000 kilómetros cuadrados y con una población que no llega al millón de habitantes?  Pues por lo que se aprecia, a los principales actores del poder mundial.

Y no será por sus recursos naturales (insignificantes), ni por la calidad de su suelo o su clima (domina el desierto en un entorno seco y tórrido). Todo se centra en su ubicación geoestratégica, que siempre ha sido excelente pero ahora lo es todavía más.

De la geoestrategia no se hablaba hace cincuenta años, pero se practicaba. Lo movimientos del mariscal Zhukov frente al ejército alemán durante la II Guerra Mundial, aprovechando la extensión y complejidad del terreno y las condiciones climáticas de Rusia en aquellos meses, eran geoestrategia pura. El riguroso análisis de Asia Central  en términos geoestratégicos llevado a  cabo por Zbigniew Brzezinski, que fue Consejero de Seguridad Nacional del presidente Carter, es una pieza magistral y anticipatoria de lo que podía ocurrir allí, y ha acabado ocurriendo.

La zona a la que nos referimos ahora era hasta 1977 una colonia francesa en la que convivían los Afars y los Issas, y que al independizarse como nación tomó el nombre de Djibouti. Desde entonces es una seudodemocracia tutelada, en primer lugar por Francia y ahora, principalmente, por Estados Unidos y la República Popular China. A estos países les importa muy poco la calidad democrática de los territorios que ocupan en concepto de leasing. Lo que quieren es estar allí. Porque Djibouti está en el cuerno de África, en el estrecho de Bab el Mandeb  –que en árabe significa “puerta de las lágrimas”–  un estrecho de apenas treinta kilómetros de ancho que da acceso al mar Rojo desde el océano Índico, paso hacia el canal de Suez y el mar Mediterráneo, y por el que circula el 25% de las exportaciones mundiales.

Y este punto caliente lo es todavía más si tenemos en cuenta que en la otra orilla tenemos el Yemen y su enquistada guerra civil, que esconde el conflicto permanente entre Arabia Saudita e Irán, con el soporte militar, en el primer caso, de Estados Unidos y otros países aliados. Para completar el cuadro hay que añadir la piratería de Somalia, la inestabilidad de Sudán y los violentos episodios de Tigray (territorio al norte de Etiopía, fronterizo con Eritrea).

Quizás por todo ello el presidente del Estado de Djibouti ofreció su territorio (como hizo el dictador Franco en 1953 con Estados Unidos, cuando permitió bases militares americanas a cambio del aval internacional a un Estado fascista) y rápidamente despertó la demanda. La primera base extranjera fue la francesa (por un acuerdo bilateral desde el inicio de la independencia), con cerca de dos mil militares. Tras el 11-S llegaron los americanos, que cuentan con una base junto al aeropuerto principal del país (Camp Lemonnier), con capacidad para seis mil marines. Italia dispone de una pequeña base (300 militares), algo alejada del centro, y Japón tiene una unidad operativa más amplia (1.200). Bajo la etiqueta de “Operación Atlanta”, varios países de la Unión Europea también están presentes con el teórico propósito de reducir la piratería somalí sobre las flotas mercantes, aunque esto último tiene un valor simbólico.

Pero fue en el 2017 cuando se produjo un movimiento estratégico de gran alcance que despertó temores en las cancillerías occidentales: la República Popular China construyó una base naval junto al puerto de Dolareh. Y como ya es habitual en sus procedimientos de penetración en los mercados exteriores, ha destinado miles de millones de dólares para financiar la construcción del propio puerto (junto a su base), un aeropuerto, una planta de licuefacción de gas y la línea ferroviaria que conecta Djibouti con Etiopía.

Como resultado de todo ello, China es su principal proveedor (casi el 50% de todo lo que el país importa) y su tercer cliente. Y si consultamos los datos de su Deuda Pública (que supera el 100% de un PIB de apenas 5.500 millones de dólares), también constatamos que la mayor parte de esa deuda está en manos de China.

Un Estado corrupto y un gobierno autoritario viven de las rentas por alquilar parte de su territorio. El acuerdo inicial con Estados Unidos suponía un pago anual de 63 millones de dólares. En su conjunto, todas las bases extranjeras generan una renta anual de 300 millones de dólares. Toda la actividad económica del país gira alrededor del puerto y de las bases extranjeras. El poder de decisión del gobierno es cada vez más limitado.

Esta extraña situación en el segundo país más pequeño de África recuerda episodios vividos en plena II Guerra Mundial, cuando las capitales de algunos países neutrales se convirtieron en auténticos nidos de espías. No es que Djibouti pueda competir con Estambul, cuando en 1942 se contabilizaban diecisiete organizaciones de inteligencia y unos y otros se saludaban cortésmente en Taksim, una mezcla de restaurante, casino, club nocturno y cabaret, pero el Palacio Kepinsky tiene suficiente glamour como para salir airoso, siempre que puedas regarlo con un buen Macallan 18.

Sabemos que el mundo es inestable por naturaleza, aunque debemos reconocer que la especie humana parece incentivada para provocar mayor inestabilidad. Y lo que ocurre en Djibouti, y de lo que no se habla, es otra bomba de relojería. Una más.

 

 

Memorial per als desmemoriats
Alf Duran Corner

 

« volver