DOGMATISMOS

Focus: Sociedad
Fecha: 20/06/2022

En más de una ocasión he oído un comentario, en boca de algunos viejos luchadores antifranquistas, en el que expresaban su desengaño por los pobres resultados de una etapa supuestamente democrática. Y es que en términos de liberalidad, respeto a la otredad y tolerancia apenas se ha avanzado. El Estado español sigue insertado en un modelo en el que el dogmatismo ideológico de los poderosos se ve bien acompañado por el discurso demagógico de sus correligionarios. El tercer nivel (el pueblo) tiene mentalidad de esclavo y le basta con el disfrute de las hazañas de sus héroes deportivos y de los eventos y concursos de los famosos de turno.

No es que esto sea nuevo. Lo llamativo es que no se apunte ningún signo de progreso que no sea el tecnológico. También resulta curioso que algunos analistas solo centren su atención en este ámbito, que siendo importante no es nuclear por mucho que lo vendan como tal. Ni el 5G, ni el metaverso van a cambiar el mundo, por muy interconectados y visionarios que sean.

Saber discriminar entre lo que es instrumental en la vida y lo que es nuclear es la asignatura pendiente de la mayoría de las personas, organizaciones, colectivos humanos, naciones y otros entes de mayor alcance. Y si no discriminamos bien caemos en el error continuado de dar prioridad a lo que no la tiene y de abandonar aquello que realmente importa.

Durante largos siglos el poder ha estado en manos de la cruz y de la espada. Estos dos agentes, bien compenetrados, se han perpetuado en el tiempo, repartiéndose los roles de forma orquestal.

La espada es el signo de la violencia, que empieza con dureza (el poder condigno) para suavizarse con las promesas incumplidas de las falsas democracias (poder compensatorio) y acaba con la sistemática manipulación de las masas (poder condicionado). Por si no había suficiente, la espada se ha dotado (gracias al apoyo de las Tecnologías de la Información y la Comunicación) de unos sistemas de vigilancia (“surveillance capitalism”) que corrigen con suficiencia cualquier pequeña desviación.

La cruz, desde que el emperador Constantino instauró el cristianismo como religión oficial del Estado (siglo IV), se ha dedicado a legitimar las actuaciones de la espada, por muy violentas que éstas hayan sido y continúen siendo.

No solo esto sino que durante largos períodos ha tomado protagonismo como gran ejecutor de la violencia más cruel. Aunque apenas se hace mención de ello, el revanchismo del cristianismo constantiniano llevó a la persecución y asesinato de millares de sacerdotes y creyentes paganos, a quienes teóricamente se había concedido libertad de culto. Y ya a finales del siglo XII surgió con gran ímpetu la maligna Santa Inquisición y su gran laboratorio de torturas para liquidar de raíz cualquier indicio de una supuesta herejía, torturas que no pudieron ser mejoradas por los torturadores americanos de la prisión de Abu Ghraib, en pleno siglo XXI.

Esto ha valido para el cristianismo y para sus múltiples variaciones (con la religión católica como líder destacado) y también para otras religiones, con la singular aportación del islamismo más ortodoxo. La cruz o sus sucedáneos (en términos metafóricos) se han ocupado además de asegurar la salvación eterna, lo que en un momento como el actual de general incertidumbre es muy bien acogido por una gran parte de la sociedad. Un cosa es que fallen las prácticas (sobre todo en el universo cristiano: oración, confesión, misa, etc.) y otra es que se aferren a esa especie de seguro a todo riesgo, que les abre la puerta del futuro. En esto, quizás sin saberlo, coinciden con la apuesta de Blaise Pascal, aquel matemático y físico del siglo XVII que construía sus argumentos a favor de la existencia de Dios con un enfoque pseudo racional que ha hecho fortuna y que dice así: Como no sabemos si Dios existe es mejor apostar por su existencia, porque tenemos todo por ganar y nada que perder, mientras que si no creemos, el riesgo posible es la condena eterna.

Lo tenemos mal aquellos que nos sentimos atrapados por esta pinza cruel, entre el dogmatismo de unos y el dogmatismo de otros. Tratamos de abrirnos paso como podemos en ese mundo en el que el espíritu de la Contrarreforma (1545-1563) sigue bien presente, donde la “verdad revelada” (para creyentes y no creyentes) se posiciona como barrera a nuestras libertades.

El único flanco que podemos aprovechar es el que nos ofrece la llamada metáfora del gato negro, tomada subrepticiamente de la llamada paradoja de Schrödinger, el genial físico teórico que estudiaba los fundamentos de la física cuántica. Esa interpretación oficiosa y divertida nos explica que un individuo entra en una habitación oscura con el propósito de buscar un gato negro y que la actitud de ese individuo  será diferente según su perfil, sea éste un filósofo, un metafísico, un científico o un teólogo.

En el fondo filosofar es simplemente estar en una habitación oscura buscando un gato negro. El metafísico va más lejos: entra en la habitación oscura a buscar un gato negro que no está allí. El científico entra en la habitación oscura y busca el interruptor de la luz para comprobar si hay allí o no un gato negro. Por fin el teólogo también entra en la habitación oscura a buscar un gato negro que no está allí y al poco declara ufano con un grito: “Ya lo tengo”.

Mientras no cultivemos el sentido crítico siempre quedaremos sometidos al poder coercitivo de los dogmas y de sus gatos negros.

 

 

  

Alf Duran Corner

 

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