Focus: Sociedad
Fecha: 22/06/2021
En términos geográficos el Atlántico Norte integra principalmente todas las costas orientales de Estados Unidos y Canadá y las occidentales de Europa, dejando Centroamérica, Sudamérica y África como dominio del Atlántico Sur. Pero para el imaginario colectivo de los historiadores y de quienes tienen todavía algunos recuerdos de la II Guerra Mundial, el Atlántico Norte fue una de las zonas donde se libraron las grandes batallas entre los submarinos alemanes y los cruceros y destructores aliados.
Quizás por ello Estados Unidos, en aquellas fechas el estado hegemónico de Occidente, se inventó en 1949 una alianza militar (The North Atlantic Treaty Organization) como un sistema de defensa colectiva y ayuda mutua en un caso de conflicto armado provocado por un agente externo. Sin explicitarlo, el agente externo era la nueva Unión Soviética, que entonces en realidad era un país muy debilitado en proceso de reconstrucción.
Los firmantes del tratado fueron Estados Unidos, Canadá y sus aliados naturales en Europa (Francia, el Reino Unido, Bélgica, Holanda, Italia, Noruega, Dinamarca, Islandia y Portugal). Suecia y Suiza no participaron al querer mantener su neutralidad. La España fascista no fue invitada.
Desde un punto de vista económico, las necesidades militares que exigía el proyecto supusieron un trasvase de recursos de las políticas de reconstrucción asignadas en los presupuestos de cada país a la denominada economía no productiva. Porque resulta evidente y bien probado que, al margen de las mejoras tecnológicas que se desarrollen y que luego puedan aplicarse a la economía real, la industria de la guerra es por naturaleza antieconómica. Esta es la gran paradoja siempre presente: por un lado contribuye a la generación de riqueza (PIB) y por otro, cuando se activa destruye la riqueza creada, aunque en otros territorios.
Y el problema se agrava cuando la partida militar en los presupuestos generales de los Estados queda institucionalizada (“porque hay que defenderse de los malos”). La NATO u OTAN nació para reforzar esa institucionalización, ya que después de la guerra el lobby promilitar norteamericano cogió protagonismo con implicaciones políticas. Y nadie mejor para diagnosticar entonces la situación que el general Eisenhower, héroe de la guerra, elegido presidente de Estados Unidos en 1953, quien a finales de los 60 y en su discurso de despedida a la nación dijo: “Hasta el último de los conflictos mundiales, Estados Unidos no tenía industria armamentística... Pero ahora ya no nos podemos arriesgar a una improvisación de emergencia de la defensa nacional; nos hemos visto obligados a crear una industria de armamentos permanente de grandes proporciones... Su influencia total es palpable... Hemos de evitar que el complejo militar-industrial adquiera influencia injustificable... Nunca deberemos permitir que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades ni nuestros procesos democráticos”.
Uno de los efectos colaterales de la NATO fue la respuesta de la Unión Soviética con la creación del Pacto de Varsovia, una versión comunista de un perfil armamentístico similar, que de nuevo detrajo recursos de la economía productiva y de las prestaciones sociales de muchos países de aquella órbita política.
El club se abrió a otras incorporaciones, con alguna baja notable por un tiempo, como fue el portazo del general De Gaulle (1966). En 1982 la España pre-democrática entró para quedarse, lo cual tuvo un efecto positivo para adecentar mínimamente los residuos chusqueros del franquismo en el estamento militar. El aspecto negativo es que mordió todavía más su bocado en el dinero público. La alianza continuó interviniendo en distintas guerras locales, sin que sirviera como fuerza de contención. Y cuando en 1989 se autoliquidó la utopía del comunismo en la Unión Soviética y en los países bajo su dominio, algunos se cuestionaron el invento sin que el debate prosperara.
George Frost Kennan, que fue embajador de los Estados Unidos en Rusia y es considerado uno de los padres de la “guerra fría” (otro invento), dejó un texto en sus memorias (1967) que resulta definitorio y definitivo: “Si la Unión Soviética se hundiera mañana bajo las aguas del océano, el complejo militar-industrial estadounidense tendría que seguir existiendo, sin cambios sustanciales, hasta que inventáramos algún otro adversario. Cualquier otra cosa sería un choque inaceptable para la economía estadounidense”.
Y como de eso se trata, ahí están los “líderes” de la NATO reunidos en Bruselas para debatir el alcance y contenido de sus fuerzas militares, ante el teórico desafío de una siempre intrigante República Rusa y de una potente y arrogante República Popular China. ¿Es que alguien puede creer seriamente que gobiernos autoritarios como los de Hungría, Polonia, Turquía y España -todos miembros del club- están ahí para defender a su población de unas supuestas amenazas exteriores? La evidencia empírica nos dice que los palos los reparten en su propio territorio. La reunión de Bruselas es un evento caro sin más consecuencias. Pero como el club se ha ampliado y los socios son treinta, se producen reuniones bilaterales donde se habla de todo y de nada. Una de esas reuniones es la que tuvieron caminando juntos durante un par de minutos el anciano, titubeante y voluntarioso presidente Joe Biden y el bien plantado y siempre sonriente presidente del gobierno español señor Sánchez, que no se sabía si le estaba pidiendo un autógrafo o si le hacía de guardaespaldas. Todo muy lamentable.
Lo que sí sabemos es que la cifra estimada del coste anual de la OTAN es de un billón de euros (1,2 trillones de dólares), coste del que Estados Unidos, asume un 70%. El presidente Trump se quejaba de este desequilibrio, no porque quisiera rebajar su aportación sino porque quería que el resto de países aumentaran notablemente sus aportaciones. ¿Alguien se ha preguntado qué podría hacerse con un presupuesto de esta naturaleza para el bien de la Humanidad?
La NATO es una gran farsa, una más, de las que estamos viviendo en un mundo confuso e incierto, en manos de una galería de políticos interesados y mediocres.