EL BUEN USO DE LA LENGUA

Focus: Política
Fecha: 13/12/2018

Wittgenstein nos recuerda que el significado de una palabra está en su uso. No es lo que dices, es la forma y el contexto en que lo dices.

En el Estado español (políticos, comunicadores, tertulianos y otras especies menores) se hace un uso abusivo del lenguaje sin saber su significado real, lo que permite todo tipo de manipulaciones, que construyen un discurso adulterado para consumo de una masa pasiva y desinformada.

La realidad catalana y en menor medida la vasca superan la capacidad de interpretación de estos intermediarios ideológicos, lo que les lleva a despacharse con epítetos como “nacionalista”, “nazi”, “supremacista” y otros calificativos, en un extraño cóctel lingüístico.

George E. Moore, el gran filósofo analítico británico, los habría interrumpido, como hacía con sus alumnos en Cambridge, y les obligaría a definir sus palabras. Sería entonces cuando se manifestaría la vaciedad de todo ello. Su letanía es insustancial.

Vayamos por partes, para ver si podemos contribuir, de una forma sencilla y comprensible, a aclarar la confusión imperante.

Nacionalismo es un sistema social, político y económico que trata de promover y defender los intereses de una nación, con el propósito de que alcance o mantenga la soberanía sobre el territorio que ocupa. La idea principal es que una nación debe gobernarse a sí misma, sin interferencias de terceros, lo que supone una voluntad de autodeterminación. El nacionalismo, un nacionalismo cívico e integrador, no sólo es un sistema político sino un sentimiento sano y responsable.

Demonizar el nacionalismo y ensalzar el patriotismo es hacer trampas con el lenguaje. Habermas, en un intento de blanquear la complicidad del pueblo alemán con el régimen nazi, se inventó el concepto de “patriotismo constitucional”, que no era otra cosa que recuperar el pensamiento ilustrado y el republicanismo. Cuando los aprendices de papagayo del partido Ciudadanos (y pido excusas a ese simpático animal por mencionarlo como referente) cantan las excelencias del “patriotismo constitucional” frente al nacionalismo sin apellidos, no saben de qué están hablando. Adorno, que fue maestro de Habermas en el Institut für Socialforschung, los echaría a patadas del aula y los desplazaría al circo mediático, que es su medio natural, entre twitter e instagram.  El nacionalismo cívico, liberal y democrático es un proyecto político bien cimentado.

La nación, por su parte, es la unidad de un conjunto de ciudadanos que comparten un territorio, una historia, una lengua, una cultura, unas tradiciones, un conjunto de reglas que aseguran la convivencia y una voluntad de hacer activo todo ello. Sin esta voluntad explícita, la nación no existe.

La nación no tiene nada que ver con el Estado, que es una realidad administrativa que se impone, muchas veces por la fuerza, sobre las naciones que tiene bajo dominio. Este es el caso del Estado español, cuya burocracia castellana continuó explotando los recursos de las colonias (europeas y americanas) hasta que los dejó exhaustos (por el bien del imperio), en detrimento de la plausible construcción de una nación de raíz castellano-leonesa. En el imaginario colectivo, España fue siempre una ficción más que una nación, disimulada a través de una simbología de bajo nivel: los toros, la zarzuela, los chascarrillos, los sainetes, las tapas, los piropos, la copla, la legión, los callos, la guardia civil, la sangría, los churros y “la roja”. Todo procede, como explicaba Pere Fontana, de la “nefasta confusión entre un fenómeno cultural y de conciencia como es el de la nación y un hecho político como es el Estado”.

La paradoja es que un Estado plurinacional como el español ha practicado un nacionalismo agresivo, dogmático e intolerante, quizás en la creencia de que destruyendo los nacionalismos integradores del territorio (como el catalán o el vasco) podría propiciar uno propio. Las instituciones de ese Estado no han tenido en cuenta la condición, antes ya citada, de que sin voluntad de ser nación y lo que ello significa el edificio es pura ruina. La mitificación de una España única e indivisible (que según el adocenado mantra “algunos quieren romper”), no pasa de ser una fantasía elucubrante del mismo nivel que la infalibilidad del Papa.

Tratar de confundir al personal, en un totum revolutum, mezclando nacionalismo con nazismo y supremacismo, es una muestra de ignorancia o de cinismo. El nazismo (nacional socialismo) es una ideología de extrema derecha que considera que los arios son una raza superior con derecho a dominar a las otras razas y a exterminar a aquellos ciudadanos que ellos consideren inferiores. Su misión es purgar la sociedad, lo que justifica la aberración del holocausto. Esto está en las antípodas del nacionalismo integrador o cívico. En cuanto al supremacismo (vocablo recuperado del baúl de la historia) es una versión tautológica del nazismo, aunque muy anterior a él. El supremacismo considera que una clase particular de gente es superior al resto, por lo que tiene el derecho a controlarlo, dominarlo y someterlo. Los imperios han sido siempre supremacistas, tanto el romano, como el castellano, el inglés o el francés. Sólo hay que ver el trato aplicado a los indígenas de las tierras conquistadas.

Tachar de supremacista al president Torra por un artículo en el que expresaba su natural indignación ante el comportamiento insultante del pasajero de un vuelo, es confundir una anécdota con una categoría analítica. Cuando no se tienen argumentos para rebatir al contrario, se echa mano del manual de las frases hechas, aprendidas en un calendario de pared de los años de plomo del franquismo.

Por favor, un respeto. Ya sabemos que ustedes se sienten más próximos al “muera la inteligencia” de Millán-Astray que a las recomendaciones de La Bruyère sobre la conveniencia de pensar antes de hablar. Pero aun así, controlen sus esfínteres.

Como decía el maestro Wittgenstein: De lo que no se puede hablar, mejor es callarse.

Alf Duran Corner

 

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