Focus: Política
Fecha: 04/05/2018
A raíz de la respuesta ciudadana a la sentencia del caso descrito como “la manada” -en el que un tribunal ha interpretado que una violación de una mujer por un grupo de cinco hombres, en la que se desarrolló todo el repertorio de violencia, intimidación, sadismo y humillación que podamos imaginar, era un tema que podía calificarse simplemente de “abuso”- las instituciones y colectivos de jueces y fiscales se han sentido ofendidas y han pedido respeto a sus decisiones.
Estos movimientos corporativistas son típicos en la mayoría de las profesiones colegiadas, sobre todo en aquellas formadas por funcionarios. Se defienden los unos a los otros, porque así se sienten más protegidos. Pero, ¿quién defiende a los ciudadanos, que con nuestros impuestos sostenemos el aparato del Estado, aparato en el que se incluyen jueces y fiscales?
En un comunicado oficial, el señor Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, defiende el papel de sus colegas y concluye lapidariamente que “son los jueces y magistrados el más importante baluarte para la protección y defensa de todas las víctimas”.
¿De todas? ¿También de las víctimas que discrepan de su modo de hacer?
Porque muchos ciudadanos no estamos de acuerdo con la mayoría de las decisiones que se toman desde el estamento judicial y nos gustaría que ese estamento, que teóricamente nos defiende, hiciera autocrítica y la compartiera con nosotros.
No estamos de acuerdo y queremos que se nos atienda.
Hace ya largo tiempo que el barón de Montesquieu definió el concepto de la separación de poderes para evitar el dominio absoluto del monarca de turno. Montesquieu, un noble ilustrado, lo tenía muy claro: “Es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente inclinación a abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites”. Y para poner esos límites estableció la distinción entre el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial.
Y cuando nos referimos al poder judicial, estamos describiendo una organización que trabaja con unas reglas de juego para asegurar la convivencia. Y aquí surge el problema. ¿Quién establece las reglas de juego? Nos dirán que las reglas de juego se producen de forma natural, de abajo arriba, lo cual sería extraordinario en una sociedad ideal, donde todos tuvieran la posibilidad de desarrollarse en función de sus capacidades y tuvieran además el poder de expresar su voluntad participativa. Pero la vida real es otra cosa.
En la vida real el ciudadano se encuentra con un conjunto farragoso de reglamentos, procedimientos, normas y leyes que actúan como un corsé y limitan sus aspiraciones. El ciudadano pide Justicia y se le ofrece Derecho. Y Justicia y Derecho son dos cosas diferentes. Jueces, fiscales, magistrados y tribunales no son la Justicia. Son administradores del Derecho corriente, Derecho que puede ser justo o injusto, en función del contexto político en el cual opera.
Es por ello que escudarse en la interpretación de las leyes para penalizar una conducta que se aparta del canon es, en muchas ocasiones, una forma de contribuir al desajuste social. Toda ley, desde la más simple a la más compleja, está asociada a un código político. Y quien acata una ley injusta, siendo consciente de que lo es, es tan culpable como el que la produce.
El sistema judicial español debería reflexionar y apartarse del poder ejecutivo y del legislativo. Independizarse de verdad y asumir el coste. Sabemos que no es fácil. Alexander Hamilton, el gran estadista norteamericano y uno de los Padres Fundadores de la república, decía que el poder judicial era el más débil, luego el más influenciable.
Buena prueba de esta perniciosa influencia la tenemos en el detallado contenido de la querella presentada contra el poder judicial y contra el sistema de designación de jueces y magistrados de los altos tribunales, por parte del colectivo de abogados Atenes, cuyo resumen se puede encontrar en “De otras webs”.
Mientras tanto, los ciudadanos de a pie sólo podemos adherirnos a estos movimientos y poner de manifiesto nuestro derecho a discrepar.