Focus: Sociedad
Fecha: 01/01/2022
Culto, inclasificable, ordenado, riguroso, sintetizador, observador agudo de la naturaleza. Así era Edward O.Wilson, el gran sociobiólogo, que nos ha dejado a los noventa y dos años, poniendo a disposición de estudiosos e investigadores su gran legado científico.
Si hay dos campos del conocimiento que han ocupado mi interés en los últimos años, uno es la sociobiología (el otro, la macroeconomía). El primero se lo debemos a Wilson (el segundo a Keynes). Ambos fueron los forjadores de nuevos territorios del saber, creadores de conceptos e instrumentos que nos han ayudado a comprender la globalidad.
Wilson nos ha contado en su autobiografía una peculiar trayectoria personal que no parecía conducirlo a buen puerto. Nacido en Birmingham, una mediana población del condado de Jefferson, en el Estado de Alabama, en 1929 (cuatro meses antes de que se produjera el gran crack económico-financiero que puso fin a los “roaring twenties”), Edward vio como a los siete años sus padres se divorciaban y empezaba un largo peregrinaje junto a su padre y a su madrastra. Cambió varias veces de lugar de residencia, pero siempre fue capaz de encontrar su espacio personal, sobre todo en entornos naturales.
Su disciplina, su interés, su capacidad observadora y su mente inquisitiva le hicieron superar algunos notables quebrantos de salud. De niño, un pequeño accidente cuando pescaba redujo la visión de uno de sus ojos, sufriendo más adelante una pérdida sustancial auditiva como resultado de una enfermedad. Siempre creyó que estudiaría biología y él mismo reconoció que sus limitaciones sensoriales le llevaron a la Entomología, para luego centrarse en el estudio de las hormigas (Mirmecología).
A los nueve años empezó de forma rudimentaria sus trabajos de campo en plena naturaleza. Siempre consideró que los estudios de laboratorio eran subsidiarios de lo que podía observarse en la vida real. Cuando acabó sus estudios secundarios, trató de incorporarse a la armada estadounidense con objeto de obtener soporte financiero para poder acceder a la universidad, pero fue rechazado tras las pruebas médicas por falta de visión. Superó los escollos económicos y entró en la universidad de Alabama, donde obtuvo su grado y su master en biología. Luego, con un buen bagaje técnico, se incorporó a la universidad de Harvard, donde alcanzó el doctorado. Fue allí fundamentalmente porque Harvard poseía la mayor colección de especímenes de hormigas. En 1956 fue nombrado profesor de biología de la misma universidad. Su interés fue ampliándose y se adentró en el estudio de las bases genéticas del comportamiento animal. Edward O.Wilson era ya entonces uno de los grandes expertos mundiales en el estudio de las hormigas, hasta el extremo que en el mundo académico se le conocía como el “Ant Man” (el hombre hormiga).
Wilson no se disculpó por expresar sus alabanzas a esta especie de un cuatrillón de seres vivos (un millón de trillones) presentes en el planeta tierra desde hace ciento cincuenta millones de años, que si no fuera por la especie humana y su dominio, un alienígena podría considerar “el planeta de las hormigas”. Un mundo que es abrumadoramente matriarcal (todos los exploradores, los guerreros y los trabajadores son femeninos). Se organizan cooperativamente y su morfología está en función de su rol, atributo extremadamente llamativo. Su estructura es jerarquizada (de arriba abajo), con reglas bien establecidas y el poder autocrático de la reina. No son portadoras de enfermedades, y cazan y destruyen a los insectos que las llevan. Practican el canibalismo de forma rutinaria y son fieramente militaristas, sobre todo si se las molesta. Las hormigas, añadía Wilson, son los genios del olfato y usan los feromonas (señales volátiles producidas en forma líquida) para comunicarse entre ellas. Sus criterios morales están fuera de nuestro alcance. En algún momento Wilson se preguntó hasta qué punto tenía sentido la exploración de otros planetas y de los posibles seres vivos, cuando no habíamos sido capaces de comunicarnos con una especie tan próxima y abundante como aquella.
En la vida de Wilson hay algunos aspectos que pasaron desapercibidos y que conviene tener en cuenta. Uno de ellos, muy significativo, es que de muchacho (entró a los siete años) cursó estudios en una academia militar privada del Estado de Mississippi (la Gulf Coast Military Academy), donde se preparaban los cadetes para acceder a los estudios reglados de carácter militar en West Point o Annapolis. No parecía el lugar más adecuado para un futuro hombre de ciencia y no se sabe porque su familia lo matriculó allí, pero lo cierto es que el propio Wilson siempre consideró que los valores que se le transmitieron en ese centro educativo fueron cruciales en la formación de su personalidad como ciudadano y como científico. Valores como la civilidad, el altruismo, las buenas maneras y la exigencia del deber cumplido. Ya en el mundo académico, Wilson manifestó que le resultaba difícil encontrar esos valores entre sus colegas universitarios.
Otro aspecto a considerar fue su deseo de contrastar los estudios con la vida real, hecho que ya hemos apuntado. Y éste fue el caso cuando recién graduado fue enviado a Cuba con el propósito de recoger y seleccionar insectos, donde era sabido que se encontraban la mayoría de esas especies por razones climáticas. Y allí el joven Wilson quedó sorprendido al descubrir que en la isla era casi imposible identificar un entorno natural. Los cultivadores de caña de azúcar habían erradicado prácticamente cada metro del bosque tropical y era preciso ascender a las montañas más altas para encontrar la fauna y la flora naturales. Lo mismo le ocurrió en otros viajes al trópico, lo que le llevó a concluir que miles de especies estaban desapareciendo. No es de extrañar que más adelante fuera un firme defensor de la biodiversidad.
Un tercer elemento definitorio de su singularidad fue cuando en 1954 Harvard le propuso financiarle un viaje entomológico a Nueva Guinea, justamente en las fechas en las que iba a contraer matrimonio con una mujer de la que estaba muy enamorado. Wilson priorizó el viaje y al cabo de diez meses regresó. Su novia Irene lo había esperado y contrajeron matrimonio. Tanto el uno como el otro defendieron siempre su privacidad.
Pero el gran entomólogo y apóstol de la biodiversidad será siempre recordado por su contribución a la creación de un campo del conocimiento hasta entonces escasamente desarrollado: la sociobiología.
Podemos considerar que la sociobiología no es más que el eco tardío de un antiguo debate filosófico entre naturaleza y cultura (o si se quiere entre “nature” and “nurture”). La cuestión es saber qué es lo que conforma la personalidad del género humano: ¿los factores genéticos heredados o las variables medioambientales que rodean al sujeto desde su nacimiento? En realidad es un falso debate, ya que los avances de la ciencia han ido demostrando que la dialéctica entre lo uno y lo otro va configurando a lo largo del tiempo las bases tipológicas de cada ser humano.
Pero no siempre fue así. Platón y Descartes, por ejemplo, consideraban que algunos rasgos eran heredados y no acusaban las influencias del medio, cualesquiera que éstas fueran. John Locke se hallaba en el lado opuesto, pues decía que el recién nacido era una página en blanco (su “tabula rasa”) y toda su personalidad se iba construyendo a través de la experiencia. John B.Watson, uno de los padres del conductismo, creía que la gente podía ser inducida a hacer cualquier cosa, sin que su base genética pusiera limitaciones. Para Chomsky, todos los niños nacían con una capacidad mental instintiva que les permitía aprender y producir un lenguaje. El dogmatismo ideológico también quiso intervenir y empezó a poner etiquetas: los conservadores defendían el papel de la herencia porque les convenía y los progresistas el papel del aprendizaje por la misma razón.
Por eso cuando en 1975 Edward O.Wilson publicó su libro “Sociobiology: The New Synthesis” saltaron las alarmas y empezó de nuevo la controversia. Sin embargo, la sociobiología (como ciencia multidisciplinar) se fundamentaba en un conjunto de disciplinas, unas pertenecientes a las ciencias naturales (como la genética, la biología, la etología) y otras a las ciencias sociales (como la psicología, la sociología, la antropología) y operaba científicamente. Lo que no gustaba a algunos es que dijera que “algunas conductas sociales e individuales eran en parte heredadas y venían influidas por la selección natural”. Wilson conectaba con Darwin y fue tan mal interpretado como el padre de la teoría de la evolución. En su libro Wilson dedicaba especial atención a su campo de investigación (las hormigas), aunque al final lo ampliaba a la conducta social humana. Ciertos genes o combinación de genes (que se manifiestan en conductas egoístas, altruistas, agresivas, creativas, etc.) pueden ser heredados de generación en generación. Más adelante, el autor dedicó un libro entero a las bases de la conducta humana desde la misma perspectiva (“On Human Nature”).
Wilson fue acusado de determinista por algunos de sus colegas de Harvard, en especial por el paleontólogo y biólogo evolucionista Stephen Jay Gould. En un cierto delirio por parte de un grupo que Steven Pinker (uno de los grandes maestros de la Psicología cognitiva) calificó como “científicos radicales”, Wilson fue acusado de determinismo genético, señalando que “la ciencia era el definitivo legitimador de la ideología burguesa”, en un lenguaje impropio en una comunidad científica. Probablemente el grave error de calificación de este grupo partía de asociar la sociobiología a las ideas de Francis Galton, un pariente lejano de Charles Darwin que a finales del siglo XIX defendió la eugenesia como una fórmula para aumentar la calidad genética de la especie humana. Fue el propio Galton quien acuñó los términos “Nature versus Nurture”. Según Galton la inteligencia era heredada, por lo que se debía animar a los individuos inteligentes a que se casaran y tuvieran muchos hijos, y desanimar a los no inteligentes. Este pensamiento de naturaleza supremacista condujo con el tiempo a la barbarie nazi. Nada más alejado de las propuestas wilsonianas.
El que siempre tuvo muy claras las bases científicas de la sociobiología fue Noam Chomsky, tanto en su calidad de científico del lenguaje como en su posición como conciencia crítica de su país. Para Chomsky los seres humanos son organismos biológicos y deben ser estudiados como tales. Ello le hizo extender su crítica a la doctrina de la “tabula rasa”, que consideraba una fabulación. Incluso su propio pensamiento político (cercano a la acracia) se apoya en la sociobiología, ya que entiende que la tendencia humana a cooperar es innata y no aprendida.
Trabajador infatigable, Wilson se refugió en sus estudios y no entró en grandes polémicas, aunque tampoco las rehuyó cuando consideró que su intervención era necesaria. Su mentalidad renacentista le llevó a integrar las ciencias y las humanidades en la unidad del conocimiento. Su libro “Consilience: The Unity of Knowledge” es el resultado de este acercamiento, que conectaba con las ideas del físico y ensayista británico Charles P.Snow.
Una de sus últimas contribuciones fue la puesta en marcha del proyecto “Encyclopedia of Life”, una especie de catálogo general de todas las especies (cerca de dos millones), abierto digitalmente a cualquier persona interesada y en el que han participado unos trescientos científicos.
El debate entre Nature y Nurture, entre Naturaleza y Cultura, seguirá, porque sin polémica no hay vida. Pero la huella de Edward O.Wilson marcará un antes y un después en su plural condición de entomólogo, sociobiólogo, naturalista, conservacionista y divulgador científico.
Y si alguien quiere empezar el año de forma placentera, puede leer su libro “Tales from the Ant World”, donde el autor combina su estimulante autobiografía, sus conocimientos científicos, su espíritu aventurero, su amor por la naturaleza y su pasión por las hormigas. Un libro inclasificable, ameno, provocativo, escrito por un sabio que jamás aparecerá en el ranking de los libros más vendidos.