Focus: Sociedad
Fecha: 16/08/2021
Cuando algo no funciona y no funciona de forma repetida, es que algo va mal. Puede ser el propio cuerpo, una relación afectiva, una empresa o una institución. También puede ser un fenómeno social, un espacio de ocio, una práctica deportiva. El fútbol es todo esto y más cosas.
El fútbol como distracción tiene muchos antecedentes, pues parece que al género humano le produce cierta satisfacción mover hacia adelante un objeto redondo que se desplace con facilidad. Hay referentes que van desde los Incas a la Grecia clásica, pasando por la China imperial.
Pero quien puso orden en todo esto fue, una vez más, Inglaterra y hacia mediados del siglo XIX dos exclusivas public schools (Eton y Rugby) destacaron entre otras en este tema. La diferencia era que en Rugby las reglas incluían la posibilidad de mover la pelota con las manos, en tanto que en Eton solo podían emplearse los pies. Ahora sabemos que lo primero derivó en el juego de rugby actual, en tanto que lo segundo fue descrito como football, donde pelota y pie se conjugaban. De esa distinción procede la frase, que de forma apócrifa se atribuye a Churchill, que dice que: “El fútbol es un juego de caballeros jugado por hooligans, en tanto que el rugby es un juego de hooligans jugado por caballeros”.
La verdad fue que los primeros equipos de fútbol eran elitistas, pues pertenecían a las public schools, pero más adelante se crearon equipos formados por trabajadores, en plena Revolución Industrial.
Al principio era un deporte muy violento y al acabar un partido tenían que intervenir los servicios sanitarios. Era tan violento que los gobiernos británicos prohibieron en sucesivas ocasiones su práctica. El dominio de las colonias hizo que esa práctica se extendiera a otros territorios.
Se fueron definiendo las reglas de juego, la dimensión de los equipos, los tiempos, etc. Se configuraron espacios donde se podía jugar y en los que la presencia del público era fácil. En el último tercio del siglo XIX (en plena época victoriana) las autoridades se dieron cuenta del poder de captación que tenía el fútbol para las masas. La dureza del trabajo en las fábricas quedaba “compensada” por la pasión que despertaba el juego. Era recuperar el “pan y circo” romano multiplicado por cien.
En 1860 nacieron los primeros clubs profesionales (como el Notts County Football Club de la ciudad de Nottingham). Se pagaba a los jugadores más destacados y así se atraía a más público y se obtenía una mayor recaudación. En 1888 se creó la primera liga o competición oficial, con la presencia de doce clubs. Cinco años antes se había jugado ya el primer torneo internacional (exclusivamente británico), con Inglaterra, Irlanda, Escocia y Gales. Gradualmente el deporte se fue extendiendo por Europa y también por Latinoamérica, siempre liderado por ciudadanos británicos. La FIFA, federación internacional de fútbol, fue creada en 1904. Se construyeron estadios cada vez mayores, hasta alcanzar la monstruosidad de Maracaná, en Río de Janeiro, con una cabida aproximada de 200.000 personas. El juego siguió su marcha ascendente hasta transformarse en el fenómeno adictivo más importante del siglo XX. El fútbol es un deporte de masas para las masas. Si preguntas a los actuales alumnos de Eton (una de las cunas del fútbol) que piensan de todo ello, verás rápidamente que no es de su interés.
En principio los clubs vivían de las entradas regulares en cada partido. Luego se inició la captación de socios, que pagaban una cuota anual y así tenían acceso libre al campo. Algún mecenas aficionado contribuía económicamente para hacer menos tensa la tesorería del club. Los jugadores cobraban unos emolumentos bajos, por lo que la mayoría tenían trabajos complementarios. Hasta el equipamiento iba a su cargo y se lo llevaban a casa después del partido.
La pasión, la emoción y el sentimiento no eran muy distintos de los de ahora. Recuerdo como en mi adolescencia acudía junto a mis amigos a un campo de la calle de Ganduxer en Barcelona en el que el equipo titular era el Club Deportivo Tres Torres, donde un grupo de aficionados se enfrentaban a otro equipo similar procedente de otro barrio de la ciudad. Todo era tan sencillo que la sede social del club era un bar de la calle Vergós (el bar Mestres). Si subías cuatro escalones en la pirámide social te encontrabas con el Barça, que en aquella época era de verdad “más que un club”, por su posicionamiento catalanista y antifranquista.
Poco a poco el fenómeno se fue pervirtiendo y en el caso del Estado español el Régimen lo utilizó para potenciar un nacionalismo grosero, de baja estofa, presente todavía hoy en muchos campos de fútbol. Los más veteranos todavía recordarán el gol de Marcelino en la final de la Eurocopa contra la URSS de 1964, que la televisión soviética transmitió y luego fue recogido por el NO-DO. Ese gol era para los fascistas el símbolo de la derrota de la Unión Soviética a manos de la nueva España franquista. Ahora han hecho lo mismo con “la Roja”.
Como las cuentas económicas no salían, algunos nuevos ricos se aliaron con la alta burocracia y primero se expropiaron terrenos y luego se construyeron estadios apalancándose financieramente. Este fenómeno se dio en todas partes, en especial en los países del sur de Europa y en Latinoamérica. Empezaron los fichajes de los jugadores que más prometían, los traspasos, la compra de los derechos de uso de muchachos jóvenes (como con las materias primas en el mercado de futuros de Chicago), las combinaciones de compra-venta de activos y todo tipo de maniobras especulativas que calentaron el tema.
Al principio los partidos se retransmitían por radio, pero cuando llegó la televisión se abrió un campo de nuevas posibilidades. El modelo económico de los clubs cambió. Ahora los ingresos tenían otras fuentes: patrocinadores, derechos de transmisión, merchandising, etc. Las cuotas de los socios también sumaban, pero menos.
Lo que antes era fundamentalmente un deporte, ahora era un negocio. Ello llevó a la mayoría a transformarse en sociedades anónimas y más adelante a poder cotizar en el mercado de valores, como un activo financiero más. Unos pocos se resistieron, con muchas dificultades. Los organismos nacionales e internacionales (la FIFA, la UEFA, la Liga, la Premier League, la Bundesliga, etc.) se transformaron a su vez en centros de poder, donde unos funcionarios, nombrados en muchas ocasiones a dedo, se iniciaron en la práctica de un juego más propio de una economía de casino que de un deporte tradicional.
Se creó una corte de comentaristas, analistas, comunicadores, periodistas, representantes, asesores, intermediadores, observadores, avistadores y un montón de nuevas profesiones inventadas. Nunca había habido tanta gente en el burdel. Había dinero para todo el mundo. Claro que como los clubs eran empresas, los protagonistas más relevantes eran los propietarios y los empleados, en particular los “altos empleados”, por llamar de alguna manera a los jugadores y al primer entrenador.
Empezaremos por la propiedad. Si los clubs eran empresas, se podían comprar y vender. ¿A quién podía interesarle este tipo de inversión? ¿Estaba asegurada la rentabilidad frente a otras opciones? ¿O es que la inversión tenía otros propósitos? Aquí había un poco de todo.
Cuando el antiguo miembro de la nomenklatura soviética Roman Abramóvich compró el Chelsea en el 2003 por 140 millones de libras esterlinas, las probables razones tenían más que ver con la ostentación de un nuevo rico que con otra cosa. Todo ello era propio del histórico exhibicionismo zarista. Fue un caso algo aislado.
El sector más activo de inversores fue el procedente de las autocracias petroleras del Medio Oriente (Qatar, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, etc.) y de algunos oligarcas de la República Popular China y de otros países del sudeste de Asia. Estos inversores no perseguían ni persiguen dividendos sino entrar en los mercados europeos de una forma amable, con objeto de mejorar la imagen de sus países como marcas. El PSG (de la mano del heredero del trono qatarí) y el Manchester City (del jeque Mansour bin Zayed) serían buenos ejemplos. Tengamos en cuenta además las posibles compensaciones fiscales que seguro obtenían y obtienen los propietarios por las grandes pérdidas de explotación de estos proyectos. En cuanto a los inversores chinos, no hacían más que seguir las directrices del partido, que recomienda inversiones suaves en el exterior ligadas a este deporte (Español, Inter de Milán, etc.).
Distinto era el inversor anglosajón, que incorporaba el club a su cartera y que esperaba venderlo con una buena plusvalía. Es el caso del multimillonario americano Stan Kroenke, que tiene el paquete mayoritario del Arsenal; de Fenway Sports Group, muy orientada a los negocios deportivos, que es propiedad del Liverpool; de los Glazer, una rica familia americana que tiene el paquete mayoritario del Manchester United (que cotiza en el New York Stock Exchange); de Enic International, grupo inversor británico dueño del Tottenham Hotspur; de la familia Agnelli, principal accionista del Juventus; de Elliott Management que controla el Milán. Hay otros inversores del mismo estilo, como el israelí Idan Ofer (con un 32% del Atlético de Madrid).
En términos patrimoniales, el valor de mercado (estimado) de los principales clubs es espectacular. Curiosamente la última valoración (mayo 2021) sitúa en primer lugar al Barça y al Real Madrid (por encima de los 4.500 millones de dólares), seguido del Bayer de Múnich (4.200), tres equipos que pertenecen todavía a los socios. Luego viene el Manchester United (4.200), Liverpool (4.100), Manchester City (4.000), Chelsea (3.200), Arsenal (2.800), PSG (2.500) y Tottenham (2.300). Para poder dimensionar el alcance de este mercado, recordemos que Abramóvich compró el Chelsea en el 2003 por 140 millones de libras esterlinas (unos 200 millones de dólares de aquella época) y ahora podría venderlo por 3.200 millones; un equipo que ha estado muchos años con resultados mediocres, aunque ganó la última Champions.
La lógica respuesta a todo esto ha sido el disparo de las condiciones económicas de los jugadores, sobre todo de los considerados como piezas clave de sus equipos. Ello ha producido un efecto arrastre, lo que ha significado un aumento de los ingresos del resto de compañeros del equipo. Por poner un ejemplo, si las condiciones económicas en términos de ingresos anuales de Lionel Messi era de 60,3 millones de euros, las del resto se disparaban. Griezmann (35,8), Philippe Coutinho (24,4), Miramen Pjanic (16,3), Sergio Busquets (16,3), Jordi Alba (12,7), Samuel Umtiti (12,7), Ousmane Dembelé (12,7), Sergi Roberto (10,6), Frenkie de Jong (10,6) y sigue. La masa salarial del Barça era en el último ejercicio (2020-2021) de 276,6 millones de euros.
El modelo de remuneración es parecido entre los grandes equipos europeos, aunque algunas estimaciones (Besoccer) consideran que lo que ocurre en España es superior al resto. Además en España hay una concentración, pues si sumas los salarios de los jugadores del Barça, el Real Madrid y el Atlético de Madrid ya tienes el 55,3% de lo que cobran los jugadores de toda la Liga.
Esta enmarañada fauna ha enriquecido a otros operadores, sobre todo a agentes e intermediarios, que comercian con los jugadores como si fueran activos físicos.
Un ejemplo vivo del actual tinglado es el acuerdo entre el fondo de inversión CVC Capital Partners y la Liga, patronal de los clubs españoles, que preside desde hace años el señor Javier Tebas, antiguo militante de Fuerza Nueva reconvertido en demócrata de toda la vida, que no oculta sus simpatías por Vox. La patronal está formada por los equipos de la primera y segunda división y cuenta con una organización propia que negocia los acuerdos con los patrocinadores, controla los derechos audiovisuales y establece unas reglas en el balance de los clubs asociados. El acuerdo necesitaba el voto favorable y mayoritario de los clubs, voto que tenía asegurado ante la precaria situación financiera de la casi totalidad. El Barça, el Madrid, el Atlético Bilbao y el Oviedo han votado en contra, por lo que conservan sus derechos. El acuerdo de la Liga con CVC, con una inicial aportación (financiada) de 2.700 millones de euros, se tendrá que rebajar por el peso de los disidentes, así como también se rebajarán las estimaciones de su valor de mercado (25.000 millones), y las proyecciones a diez años (una vez colocado en el mercado de capitales) que lo situaban en 36.000. En Italia hace un tiempo se creó un proyecto similar, que no llegó a buen puerto por la oposición frontal de la mayoría de los clubs y la firme postura del patriarca Agnelli, presidente y propietario del Juventus. Son operaciones especulativas que no tienen nada que ver con el deporte y que, como siempre, enriquecen a unos pocos.
Los socios, los aficionados, los ciudadanos a los que el espectáculo pudiera interesar, son espectadores pasivos. Su papel es marginal. El sistema explota sus sentimientos hasta la enajenación, como queda de manifiesto en las largas colas para poder comprar una camiseta con el número o el nombre de su ídolo. Una mezcla de mimetismo y sentimiento de pertenecer a la manada explican que se mantengan los rituales de cantos, gritos y otras expresiones de gozo colectivo.
Que una sociedad sana y equilibrada tenga como modelos de referencia a unos jugadores de fútbol (cuyo principal conocimiento es manejar una pelota con una especial habilidad), es demostrativo de que las cosas no funcionan. Y cuando las cosas no funcionan hay que cortar por lo sano, reestructurar, dar la vuelta a la tortilla, volver a los fundamentos. Está claro que al sistema y a su corte de aprovechados no les interesa y harán lo imposible para mantener la situación. Pan y circo a gogó para la plebe.
Una prueba evidente del contraste entre el fútbol como deporte y el fútbol como tinglado, es que equipos modestos con presupuestos que no suponen ni el diez por ciento del de los grandes clubs son capaces de ganar a estos últimos con relativa facilidad. Ya veremos si a la nueva “armada invencible” del PSG no le ocurre como a Felipe II y a su desgraciado envite con la “pérfida Albión”. Y es que ganar o perder un partido en concreto en un momento dado no afecta al valor de los derechos de transmisión y tampoco a los contratos con los patrocinadores. Y esto es lo único que le importa a un inversor.
Que un pobre hombre, miembro del precariado, que vive de un trabajo a tiempo parcial y apenas tiene suficiente para cubrir sus necesidades básicas, se apunte a corear el nombre de su jugador mítico en el campo (como si se tratara de la llegada del Mesías), es para llorar. Sobre todo si ese jugador mítico cobraba cada semana un millón ciento sesenta mil euros (1.160.000 €).
Y ni Messi, ni Cristiano Ronaldo, ni Maradona, ni Beckham, ni ninguno de ellos ha contribuido a la mejora de la sociedad. No han solucionado nada, no han inventado nada, no han mejorado nada. Simplemente nos han distraído.
¡Hay virus peores que el Covid-19!