Focus: Economía
Fecha: 12/06/2015
El liberalismo económico no necesita ser adjetivado, ni tampoco reformularse mediante nuevos códigos como el “neoliberalismo”, que no hacen más que confundir al personal. En el más genuino sentido de la palabra, liberalismo es libertad de mercado, dentro del marco kantiano de que “no quieras para los demás, lo que no quieras para ti”.
En este contexto, los Estados occidentales se han ido ajustando, más o menos, a unas reglas de juego compartidas sobre la libertad económica, que luego las supraorganizaciones – como la Comunidad Europea – han hecho operativas. En el caso de España, la incorporación a la CEE en 1986 exigió a los gobiernos centrales el desmontaje del entramado de los monopolios públicos (agua, gas, electricidad, telefonía, etc.) para dar juego a la libre competencia.
La verdad es que esto sirvió para poco, pues la privatización de esos oligopolios entre los “sospechosos habituales”, no hizo más que transformarlos en oligopolios privados. Y las grandes compañías resultantes, protegidas por el Estado en términos de subvenciones, generaron y generan grandes flujos monetarios que han permitido su expansión internacional y la apertura de su portafolio a otros sectores económicos. En definitiva, el cambio fue simple cosmética. Los costes para el consumidor –familias, empresas, instituciones– continuaron creciendo, como también lo hacían los bonos de los “directivos-funcionarios” que el Sistema había premiado por su fidelidad.
En el sector eléctrico, por ejemplo, y después de treinta años de “libertad de comercio”, tres operadoras (Endesa, Iberdrola y Gas Natural-Fenosa) controlan el 90% del mercado. Y es que todo está atado y bien atado.
El maridaje constante entre los oligopolios y los funcionarios al frente de los gobiernos de turno ha funcionado perfectamente. Sólo hay que echar un vistazo a los políticos profesionales que en los últimos años han ocupado puestos en los consejos de administración del lobby eléctrico. Destacan los señores de Guindos, Aznar, Pizarro, Cabanillas, Martín Villa, Borrell, Atienza, Folgado, Olivas, Medel, González, Acebes y un largo etcétera de figuras menores.
No es de extrañar pues que cualquier intento de abrir una pequeña brecha en el frente oligopolístico, encuentre muchas dificultades. Este ha sido el caso del autoconsumo energético a partir de placas fotovoltaicas, que en un país que goza de unas condiciones climáticas excelentes para el aprovechamiento de una energía limpia y barata, sería el modelo a explotar. Pero claro está, el modelo no interesa al poder establecido. Y para conjugar el credo de una economía liberalizada con su práctica oligopolística, hay que inventarse todo tipo de regulaciones para “proteger al consumidor”.
Y para eso están los funcionarios de primer y segundo nivel (el sagrado cuerpo de “funcionarios de carrera”). Algunos siempre hemos opinado que entre un funcionario gandul y otro hiperactivo, el primero es preferible. El coste del primero es dimensionable; el del segundo es inasumible. Y en la capital del Estado, de estos segundos hay bastantes. Como ejemplo brillante tenemos a la señora Sáenz de Santamaría.
Ahora están trabajando en un borrador de un real decreto (lo de “real” es pura broma) sobre el autoconsumo eléctrico. Quieren aplicar un “impuesto al sol” para desincentivar a los más valientes. Pretenden duplicar la potencia del recibo eléctrico. Quieren exigir autorizaciones y trámites largos y costosos, e imponer requisitos inexplicables a las instalaciones.
Luego irán vendiendo la idea de que potencian a los emprendedores y a los innovadores. Todo mentira. El Estado Español no hizo la Revolución Burguesa, ni tampoco la Revolución Industrial. Tienen una cultura precapitalista, aunque algunos hayan mejorado ligeramente su inglés. Su liberalismo es de mentirijillas.