Focus: Sociedad
Fecha: 16/03/2022
Aceptemos que la emoción no es más que un sentimiento que deriva de una circunstancia concreta. Es la respuesta a un estímulo de naturaleza interna o externa. La emoción se expresa a través de un conjunto de sensaciones que van más allá del análisis racional. Fue David Hume, el gran pensador de la Ilustración y mentor de Adam Smith, quien en el siglo XVIII describió acertadamente el papel de las emociones. En su “Tratado de la Naturaleza Humana” nos decía que la conducta viene determinada por nuestros miedos, deseos y pasiones, y que la razón acaba siendo sometida a este trío de emociones. En el tiempo esta visión unilateral fue siendo matizada y desarrollada en una cadena que se iniciaba con la función cognitiva y terminaba en el plano de los sentimientos.
En un afán clasificatorio, algunos autores (entre ellos Paul Ekman) establecieron un conjunto de emociones universales, resumidas en siete: Cólera, Desprecio, Miedo, Indignación, Tristeza, Sorpresa y Felicidad. Algunas cabalgan sobre las otras y resulta difícil establecer fronteras claras. En otras (como es el caso de la felicidad) el espacio queda bien acotado. Una primera observación es que dominan las que suponen una ruptura del equilibrio homeostático, ese llamativo balance biológico entre los componentes del organismo, que nos mantiene en buena salud.
Vamos a quedarnos con el miedo, esa emoción que en los últimos años parece haber sido institucionalizada en la sociedad hasta llegar a impregnar nuestra forma de vida.
¿Qué es el miedo? El miedo es el sentimiento de sentirnos amenazados, de percibir la proximidad de un daño físico, emocional o psicológico, real o imaginado. El miedo despierta en nosotros una respuesta codificada por Walter Cannon en los términos “Fight or Flight” (luchar o huir).
Podemos valorar el miedo en función de su intensidad (dimensión del posible daño), de su proximidad temporal (inmediato o no) y de nuestros recursos para enfrentarnos a él. Hay miedos universales que afectan a muchas personas, como el miedo a las serpientes, a la oscuridad, a la altura, a las ratas, a la muerte. Si el miedo se repite porque se mantiene el estímulo, provoca ansiedad, que a su vez realimenta el miedo. La ansiedad afecta a nuestra vida diaria, a nuestro trabajo, a nuestra privacidad, a nuestro descanso. El miedo es muy expresivo; se nota en la voz, en la mirada, en la rigidez muscular, en la respiración, en la sudoración, en la frecuencia cardíaca. Es por ello que es considerado una emoción negativa, aunque por otro lado potencie nuestros mecanismos de respuesta, que en ocasiones nos permiten sobrevivir.
Hasta aquí hemos tratado del miedo a título individual. Podemos limitarlo, esquivarlo, combatirlo. Existen terapias cognitivas y farmacológicas que nos pueden ayudar en este proceso. Un problema mayor estriba en que la sociedad en su conjunto, no un individuo, se vea sometida a una “atmósfera” de miedo, miedo que los medios de comunicación pueden transformar en terror. Y esto es lo que está ocurriendo. Hagamos un sucinto repaso.
La burbuja “occidental” (así calificada en términos de valores compartidos) empezó el siglo XXI en plena euforia consumista. Bien es cierto que buena parte de esta euforia estaba construida sobre el apalancamiento (endeudándose), pero no había conciencia de esta situación. Hubo algunas señales de alerta (como el fracaso de las “punto.com”), pero no se le prestó demasiada atención. Y de repente, casi súbitamente, estalló en el 2007 la mayor crisis económico-financiera desde el crack de 1929 (la Gran Depresión). Los actores principales de esta crisis fueron salvados por los Estados (es decir, por los impuestos pagados por los contribuyentes) y se impusieron drásticas medidas de austeridad. Se dio la paradoja de que los más perjudicados fueron las rentas de trabajo, cuya contribución a la salvación citada había sido clave. No solo esto, sino que se les culpó del exceso de gasto, cuando ese exceso había sido incentivado por los poseedores de las rentas de capital.
Era una lectura judeocristiana del pecado y la penitencia. Como os habéis portado mal, ahora tendréis que pagar. Y así lo hicieron. El sistema (plutócratas, oligarcas y burócratas) insuflaron a través de los medios por ellos controlados mensajes para atemorizar. Había que controlar al rebaño. Y lo consiguieron. Cayeron las prestaciones sociales y mucha gente entró en un paro estructural, del que sabían ya no podrían salir. No hubo ninguna revolución porque las revoluciones ya no están de moda y los jerarcas sindicales cobraban de los Presupuestos Generales del Estado.
En el terreno económico hubo ligeros repuntes, seguidos de las consabidas caídas. Pero en la cúspide de la pirámide social continuaron repartiéndose suculentos bonos. Al pueblo se le podía distraer con la bajeza de la tele-realidad y los masificados eventos deportivos.
Y de repente apareció un invitado desconocido: el Covid-19. Como era inesperado y las reducciones en los presupuestos públicos de Sanidad habían afectado a la capacidad de respuesta, el personal hizo lo que pudo. Y lo hizo bien. Por el camino cayeron muchos, como era previsible. El Sistema puso en marcha una serie de mecanismos para paliar de entrada la situación, que era una situación de pánico (miedo). En algunos casos (como el español) haciendo el ridículo y creando una unidad militar al frente, como si en lugar de una crisis sanitaria fuera el sucedáneo de la ocupación de la isla de Perejil. Luego se vieron obligados a dejarlo en manos de la ciencia, que con muchas dificultades avanzó en procesos de prueba y error. Se desarrollaron una serie de medidas: estados de alarma, mascarillas, protecciones, y, más tarde, mucho más tarde, vacunas, etc. Pero el hallazgo fue el “confinamiento”: cada uno en su casa hasta nuevo aviso. Probablemente era necesario, pero le cogieron gusto al tema.
Se había encontrado la fórmula ideal para contener cualquier cuestionamiento de las reglas de juego, de “sus reglas de juego”. No había que enviar a la brigada de la porra. Como podías contagiarte y morir, tenías que aceptar mansamente lo que te ordenaran. Como siempre los medios estuvieron a la altura de la circunstancia y transformaron sus informativos en partes seudosanitarios sobre la pandemia. No ocurría nada más en el mundo digno de ser explicado, aunque fuera sucintamente. Los epidemiólogos pasaron a competir con las estrellas mediáticas. Que el consumo de tranquilizantes se disparara no importaba. Ya se sabe, siempre hay efectos colaterales.
La historia de la pandemia ha durado mucho y todavía mantiene su cuota residual. En el interinato y solo como aperitivo, tuvimos la suerte de que un volcán en una isla remota perteneciente al “reino de España” despertara de su letargo. Y de nuevo los medios se volcaron en el tema, haciendo un hueco en el universo pandémico. “Es la guerra, más madera”, como aseguran que dijo Groucho Marx. No hay que perder de vista el objetivo: hay que atemorizar al personal. Parecía que habían aprendido el enfoque de Ted Bates, publicitario norteamericano que hizo célebre en los cincuenta del siglo pasado su enfoque de “Unique Selling Proposition” (una única propuesta de venta).
Quizás por eso el conflicto de Ucrania les ha venido que ni pintado. Cierra bien la puerta, no sea que aparezca un soldado ruso con un misil balístico bajo el brazo y acabe con tu aburrida existencia. Hasta un analfabeto como el ciudadano Rufián se ha permitido el lujo de destapar supuestas conspiraciones del Kremlin con el entorno del presidente Puigdemont. No hace falta que nadie nos recuerde que las guerras son crueles y afectan a los más débiles. Pero la obligación de un buen analista es estudiar porqué suceden y luego contarlo con rigor y honestidad.
Nada de esto está ocurriendo. Por un lado siguen provocando el miedo (¿qué puede ocurrir?) y alimentan otra de las emociones universales (el odio), en una mezcla confusa de cólera e indignación, y éste es un cóctel explosivo que debilita a la sociedad y la hace más frágil, más domesticada, más enfermiza.
Hay que sacarse de encima esta pesada losa, respirar hondo y saludar al sol cada mañana. Pretenden protegernos para tenernos controlados y sumisos. Hay que cultivar el pensamiento crítico y ejercer el derecho a la libertad. Es lo último que nos queda.