EL ROMPECABEZAS
Focus: Economía
Fecha: 17/12/2010
Si hay una palabra que está en boca de todo el mundo, esa es la palabra
“crisis”, que se expresa con el calificativo de
“económica”. Estamos pues en plena
“crisis económica”. Bien, ¿y ahora qué?
Vayamos por partes.
Si nos centramos en España, tenemos un serio problema con la demanda, aunque paradójicamente en el puente laboral de primeros de diciembre centenares de miles de personas hayan abarrotado carreteras, aeropuertos y estaciones de tren (eso sí, con escasa suerte por el “putsch” de los señoritos controladores).
La demanda está deprimida porque con un 20% de paro oficial, la capacidad de compra se reduce. Ese veinte por ciento (aun aceptando las subvenciones del paro) no tiene ingresos estables, no contribuye a la hacienda del Estado (impuesto de la Renta), ni tampoco al fondo de la Seguridad Social. Este es el mayor defecto de los teóricos fundamentos de la economía española, una economía construida sobre una plataforma de tres patas: el turismo, la construcción y el automóvil. De los tres sectores, sólo el primero mantiene sus constantes.
Desde la óptica de la oferta (al otro lado del espejo), se desarrolla lógicamente un proceso similar. Industrialmente se produce menos para no acumular stocks y la cadena de distribución se debilita: mayoristas y detallistas compran para reponer. El euro está caro con relación a otras monedas (en particular respecto al dólar) y ello dificulta la venta a mercados del área no-euro. Las empresas (excepto las que operan en régimen de oligopolio o concesión administrativa) se sienten dichosas si su cash flow (beneficios antes de impuestos + amortizaciones) es positivo, y utilizan ese flujo de caja para conseguir liquidez y no para invertir, lo cual va en detrimento de sus proyectos de futuro.
Las medidas gubernamentales para reducir el impuesto de sociedades resultan extravagantes en esta coyuntura, pues el problema no es de beneficios sino de ventas. La financiación del circulante (el siempre difícil equilibrio de la gestión del dinero entre clientes, proveedores y stocks) se ve con las limitaciones de las instituciones financieras, que conceden pocos créditos, los cobran caros y los aseguran.
Y es precisamente en las instituciones financieras donde está el centro de gravedad de nuestros problemas. Por mucho que nos cuenten que han superado con nota los “tests de stress” y que el Banco de España las tiene bajo control, lo cierto es que sus balances dejan mucho que desear.
Si vamos a sus pasivos, vemos dos grandes capítulos: los depósitos de las personas, empresas o instituciones españolas que les han confiado sus ahorros, y el dinero que han obtenido de fuentes ajenas, es decir, del ahorro exterior. En cuanto a sus activos, la “toxicidad” la tienen en el peso de sus créditos al sector inmobiliario, sobre cuyo valor real todo son especulaciones. El dinero tiene que devolverse (sobre todo el pasajero, que es el del exterior) y para ello hay que captar más pasivo y remunerarlo bien. Otra opción es refinanciar (que cuesta muy caro), pero aquí surge el tema del contagio.
Los inversores nacionales e internacionales (eso que los medios describen ingenuamente como los “mercados”), han visto en esta situación una oportunidad de negocio y van a por ella. Y con este propósito orquestan un ataque directo sobre la “deuda soberana” del Estado, a pesar de que esa deuda es porcentualmente una de las más bajas de la Unión Europea respecto al PIB. Lo hacen porque esto arrastra al resto de los activos españoles y los abarata en los centros bursátiles. Nunca se había ganado tanto dinero en tan poco tiempo.
Porque el gran problema de la deuda en España no es público sino privado. Son los bancos, las empresas y los particulares los que están endeudados, más allá de lo razonable. Y buena parte de esa deuda no puede devolverse, al menos en los plazos pactados.
¿Cómo se ha generado esa deuda? De forma muy simple. Si un particular o una organización necesitaban dinero, se lo pedían a un banco o a una caja. Con un interés bajo y una teórica revaluación del activo comprado (sobre todo en el caso de las viviendas), el grifo del dinero continuaba abierto, e incluso se incentivaba su adquisición. Si no había suficiente con los depósitos, se buscaba dinero en otros parajes (dinero bien remunerado para los inversores internacionales). Las grandes empresas oligopolísticas españolas hacían lo propio, con el beneplácito de las agencias de calificación que ponían nota alta a sus activos. Hasta que un día ese modelo quebró. Y quebró porque se salía de toda racionalidad económica.
Entonces los Estados, y también el español, acudieron a salvar los restos del naufragio. Se crearon fondos para “ayudar” a las instituciones financieras en dificultades, sin tener en cuenta que esas ayudas hacían aumentar la Deuda Pública (que pagamos todos los contribuyentes) y no sancionaban a los causantes de ese desaguisado. Y este enfoque prevalece. Y es un disparate.
Cuando una empresa tiene problemas de liquidez, que pueden acabar en insolvencia (lo primero es que ahora no te puedo pagar, pero tengo capacidad para hacerlo en el futuro, si me ayudas; lo segundo es que nunca te podré pagar, en ninguna circunstancia), presenta “concurso de acreedores”, que es una fórmula jurídica para hacer un alto en el camino y tratar de salir del embrollo. Y en un concurso de acreedores se negocia con todas las partes: con el Estado (Hacienda y Seguridad Social), con los proveedores (de dinero, de mercancías o de servicios) con los empleados, etc. Y si el proyecto tiene consistencia, se hacen unas “quitas”, que significa que se reduce la deuda, se prolongan los plazos de pago y se concede una moratoria para que la empresa vuelva a acometer su actividad. Evidentemente, también se penaliza a los accionistas.
Las instituciones financieras españolas que tienen problemas (aunque los oculten) deben ajustarse a esos principios. Lo único que debe asegurarse son los depósitos de los clientes (más allá de lo que diga el Fondo de Garantía de Depósitos). El resto de interesados debe sufrir las consecuencias de sus errores de gestión. Y en una entidad privada, esto afecta a los directivos, a los accionistas y también a los acreedores que en su día compraron activos financieros muy bien remunerados. Esos acreedores saben muy bien que la rentabilidad de un activo financiero guarda una estrecha relación con el riesgo. A más rentabilidad, más riesgo. Si el Estado garantiza cualquier pérdida, el juego limpio se acaba.
Hasta ahora el gobierno está haciendo pagar la crisis a las capas medias y bajas, y esto no es suficiente. Hay que reestructurar de pleno el sector financiero, reducirlo, limpiar sus balances, bajar sus prebendas. Y todo esto a su coste. Quien la hace, la paga.
Ya se sabe que cuando hay una quita, los acreedores salen algo quemados. Pero ellos han de continuar haciendo negocios y un particular, una empresa o un país continúan siendo clientes interesantes. Sólo cabe que las medidas se hagan extensivas a todos los Estados implicados.
Lo que ha ocurrido con Irlanda es una estafa mayúscula al pueblo irlandés. La megalomanía de sus bancos privados no ha sido sancionada. Los acreedores (los que compraron activos financieros irlandeses y obtuvieron importantes beneficios) salen limpios del rescate. El dinero de la Unión Europea y del FMI cubre las pérdidas. No sólo eso, se echa mano del fondo de pensiones público de los irlandeses. Como siempre, la gente común paga los errores del “mercado”.
Hasta la fecha los gobiernos europeos, el Banco Central Europeo y la propia Unión Europea han practicado una política de “tapar agujeros”, protegiendo los intereses de los inversores. Esto no lleva a ninguna parte. Si no cambian de signo, dejan de socializar pérdidas y cuidan a todos los “stakeholders” (al conjunto de las partes implicadas en la crisis) y no sólo a los más poderosos, no hay salida viable.
¿Estamos en una economía de mercado o sólo utilizamos el concepto cuando conviene al poder establecido?
Seguiremos observando.
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