Focus: Política
Fecha: 17/10/2019
El Régimen ha vuelto a imponer el “estado de excepción” oficioso sobre la nación catalana y sus ciudadanos. Para las generaciones más jóvenes esta violación de los derechos fundamentales es una novedad, en tanto que no lo es para sus padres y abuelos.
Y no nos referimos al régimen franquista, el más próximo y más visible en el aparato del Estado actual, sino al “régimen español”, que lleva siglos sometiendo por la fuerza a aquellos colectivos, territorios o personas que no atienden a su credo ideológico, un credo sustentado en el falso concepto de “España: una, grande y libre”.
Y es que todo ello está preñado de contradicciones. La primera es que “España”, como ya hemos analizado en otras ocasiones, no ha sido nunca una nación. Se argumenta con acierto que la monarquía absoluta y su corte, de matriz castellana, se dedicaron a crear un Estado colonial, depredador y corrupto, y no prestaron atención a los elementos clave que conforman una nación: un territorio, unos valores, una historia compartida, unas garantías comunes, una solidaridad colectiva y también una lengua –lo único que les queda – que, bajo la excusa de imponerla, han maltratado sintáctica, morfológica y ortográficamente, y la siguen maltratando.
Lógicamente, tampoco puede ser “una”, porque el territorio está distribuido entre naciones diversas con distintas lenguas (Castilla, Catalunya, Euzkadi y una Galicia incipiente que no llegó a cristalizar). Podría haber sido esta “una” parte de un Estado plural, pero nunca lo quisieron.
Respecto a lo de “grande”, imagino que se retrotraen a sus dominios coloniales, dominios que han ido perdiendo en sucesivas guerras sangrientas, que solo han creado desolación y residuos culturales de la peor especie (como la violencia y el machismo), sobre todo en Latinoamérica, además de provocar sucesivas quiebras financieras como ningún otro Estado en la historia. El proceso de encogimiento (shrinking process) ha sido constante y será por eso que las clases dominantes españolas tratan de apedazar a palos los territorios que les quedan bajo control, como Catalunya, que además quiere zafarse de sus garras.
Por último nos queda el atributo “libre”, que es un atributo teórico que nunca ha tenido cabida en el Estado, desde que éste se constituyó como tal. En esta amplia zona de la península han habido muy pocos episodios temporales en los que se hayan desarrollado plenamente las libertades básicas. No sólo la libertad de palabra, de acción y asociación, sino tampoco la “libertad de mercado”, aunque ellos se declaren “liberales” en el campo económico. Este Estado es y ha sido siempre un “Estado de funcionarios”, no de “servidores públicos” como son esos ciudadanos en los países anglosajones.
La sentencia contra los líderes independentistas ha abierto una nueva vía en el Derecho penal español, en la que un manoseado guion pasa por distintos agentes (siempre los mismos): unos denunciantes o querellantes (la derecha de la extrema derecha), unos jueces de instrucción vinculados al “Estado profundo”, una policía judicial (la Guardia Civil) con antecedentes franquistas, una fiscalía agresiva y patriotera y unos magistrados puestos en el núcleo de poder por el gobierno de turno. Todo ello muy zafio y muy cruel. A partir de aquí, todos podemos ser declarados secesionistas confesos. Una aberración.
Y este proceso de degradación moral ha puesto de manifiesto que el Estado español todavía no ha superado la fase del “poder condigno”, el poder sobre los demás a través de la violencia física (la porra), psicológica (la criminalización) o sociológica (la potenciación del miedo). Esta es la mejor prueba de su condición pre-democrática, ya que nunca han sido capaces de abandonar el “poder condigno” (una señal clara sería alejar de Catalunya a las fuerzas de ocupación) y entrar en el terreno del “poder compensatorio”, que supondría negociar, dialogar, ofrecer algo a cambio. Lo más llamativo es que han dejado para su masa poblacional adicta (los españoles orgullosos de serlo), la aplicación del “poder condicionado”, un poder sublimador y alienante que anula su capacidad crítica, si es que alguna vez la tuvieron. Esto explica su docilidad frente al poder del Estado y nos recuerda la profecía de Étienne de la Boétie, el amigo de Montaigne, cuando se refería a la “servidumbre voluntaria”, en la que el pueblo acepta complacido la tiranía del Leviathan.
Y es que en términos de grandes ciclos históricos, el Estado español es un caso atípico. Las corrientes renacentistas, previas a la constitución del Estado, quedaron sometidas al dictado real. Pasó de puntillas sobre la Ilustración e incluso hizo lo imposible para cercenar sus incipientes focos. Despreció la Revolución Industrial por un rechazo a la técnica y un miedo absurdo a la capacidad del movimiento obrero organizado. Y luego (ya en el siglo XX) hizo un salto mortal para la creación de una infraestructura industrial cara e ineficiente, que acabó siendo desmontada de mala manera y a cargo del contribuyente. Después ha llegado el apalancamiento, el capital riesgo y los grandes fondos de inversión internacionales: puro maquillaje. Porque así no se llega a la modernidad, que es un proceso gradual y acumulativo, donde no valen las trampas para mejorar nota. Lo he dicho muchas veces y lo repito: no se puede pasar de la cabra a Internet en un plis-plas.
El Estado español está a la deriva. No hay otra alternativa que salirse de este círculo infernal tan pronto como se pueda. Caminos los hay, pero hay que saber elegirlos.