Focus: Economía
Fecha: 26/11/2021
De manera fortuita se ha producido una coincidencia entre la decisión alcanzada por los gobiernos del G20 y el resto de países amparados por la cobertura de la OCDE sobre la fiscalidad mínima a aplicar sobre los beneficios de las grandes empresas, y la aparición de un interesante ensayo de Nicholas Wapshott sobre el eterno debate económico entre el enfoque keynesiano de Paul Samuelson (en su elaborada síntesis neoclásica) y el monetarista de Milton Friedman.
Probablemente desde que existe la economía como ciencia aplicada, nunca dos gigantes del pensamiento económico y sus discrepantes puntos de vista habían levantado tanta expectación.
Cuenta Wapshott que quien calentó el tema a mediados de los sesenta del siglo pasado fue Osborn Elliott, que en 1959 tomó la dirección editorial de Newsweek con el propósito de transformar la revista en un líder de opinión y poderse enfrentar al poderoso Time. Para alcanzar esta meta, Elliott llevó a término una cuidada selección de colaboradores. En el campo de la economía acudió a las fuentes académicas y logró que, primero Samuelson y más tarde Friedman, bajaran de sus torres de marfil y presentaran sus ideas ante la formidable audiencia que Elliott había construido: catorce millones de lectores semanales. Durante esos años (1966-1980) los dos economistas debatieron y el debate, fallecidos ambos hace mucho, sigue en pie. Porque de lo que se trata es de saber si es verdad que el mercado se autorregula o si es necesaria la intervención del gobierno; si la fiscalidad ha de ser progresiva o neutra; si la política monetaria es una variable clave o una variable más; si la libertad política viene condicionada por la libertad de mercado o no; en definitiva si el patrón dominante ha de ser el neo-keynesianismo o el libertarismo.
Después de la II Guerra Mundial, las recetas de Keynes eran de obligado cumplimiento. Aquí podemos incluir el New Deal de Franklin Delano Roosevelt y todo el arco socialdemocrático del llamado “mundo occidental”. Y esto funcionó hasta que Nixon en 1971 ordenó el abandono del patrón oro y, dos años después, se produjo el primer shock oil y los petrodólares invadieron los mercados mundiales. Un fenómeno poco conocido (la estanflación) en el que el desempleo y una alta inflación coincidían, en un entorno de baja actividad económica, no encontró fórmula keynesiana a mano. Y entonces la caballería contraatacó.
Llevaban tiempo preparándose. En 1947, acabada la guerra, habían creado un think tank (la Mont Pelerin Society), denominada así por celebrar su primera reunión en esa localidad suiza. La MPS tuvo como primer presidente al economista libertario Von Hayek. Entre sus principales financiadores contó con Harold Luhnow, empresario y filántropo norteamericano que dirigía la William Volker Fund, fundación que había creado su tío y que apoyaba todos los proyectos políticos de ideología libertaria (un anarquismo de derechas).
Destacaban entre sus miembros fundadores Karl Popper (filósofo de moda en aquel momento por su ensayo sobre la “sociedad abierta y sus enemigos”), Ludwig von Mises, George Stigler, Frank Knight y Milton Friedman, economista este último que acabaría rompiendo con sus teorías monetarias el dominio económico de los keynesianos.
En la declaración de principios de la Mont Pelerin (que parece fue escrita por Lionel Robbins), se dice:
“En gran parte de la superficie de la tierra, las condiciones esenciales de la dignidad y libertad humanas han casi desaparecido. En otros lugares se hallan bajo constante amenaza, debido al desarrollo de las tendencias políticas actuales. La posición de los individuos y de los grupos se ven socavadas progresivamente por la extensión del poder arbitrario. Hasta la más valiosa riqueza del Hombre Occidental, la libertad de pensamiento y palabra, se halla amenazada por el auge de unas creencias que, reclamando el privilegio de la tolerancia desde una posición minoritaria, buscan solo establecer un lugar de poder desde el que puedan suprimir o aniquilar cualquier punto de vista que no sea el suyo”.
Visto ahora, el mensaje resulta un tanto ridículo por su naturaleza catastrofista, sobre todo si tenemos en cuenta que el pronóstico falló radicalmente, pues “los treinta gloriosos” (1945-1975) fueron los años en que el sistema capitalista alcanzó las cotas más altas. Y a estas cotas se llegó en un entorno de mercado abierto y competitivo que apostó por la iniciativa individual y mantuvo el respeto por la propiedad privada.
Pero las condiciones de finales de los setenta eran favorables a los ultraconservadores y por eso acabaron imponiendo su pensamiento neoliberal y eligiendo a sus ejecutores políticos: Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos. Para el entonces gurú económico más destacado de esta corriente (Milton Friedman), la economía se basaba en un simple ajuste entre oferta y demanda, en un proceso vivo y dialéctico que no debía ser afectado por agentes externos. El principal de esos agentes era el Estado y su brazo ejecutivo (el Gobierno). Luego el mensaje era: menos gobierno y más mercado. Si hay menos gobierno, no tendremos necesidad de gravar a los contribuyentes con más impuestos; además, los impuestos desincentivan a los más trabajadores. Lo único que debe hacerse es controlar la oferta monetaria.
Reagan no defraudó, como tampoco lo había hecho Thatcher. Se ajustó al guion, acostumbrado como estaba en su etapa como actor secundario. La gente asumió su eslogan: “Let’s Make America Great Again” y recuperó su alma más retrógrada. Incluso en sus instrumentos económicos procuró utilizar fórmulas sencillas, fáciles de comprender aunque ocultaran maliciosas trampas, como fue el caso de “la curva de Laffer” (que establece una relación entre las tasas impositivas y los ingresos) y que pretende demostrar que bajar los impuestos acaba generando más ingresos para la Administración. O la “trickle-down economics” o teoría del goteo, que defiende la bajada de impuestos a las corporaciones y a los más ricos, argumentando que a la larga esta bajada favorecerá a toda la sociedad, pues el excedente hará que empresas y particulares inviertan y gasten más, dando un empuje al crecimiento económico. Lo cierto es que los datos empíricos posteriores no permitieron ratificar estos correlatos.
Al final del período reaganiano, el pontífice máximo del neoliberalismo bendijo la operación con estas palabras: “Reaganomics tuvo cuatro principios simples: reducir las tasas impositivas marginales, reducir la regulación, reducir el gasto gubernamental y aplicar una política monetaria no inflacionaria. Aunque Reagan no alcanzó todas sus metas, hizo un buen progreso”.
Todo esto significaba un tránsito desde 1941, cuando el presidente Roosevelt declaró que era responsabilidad del gobierno cubrir las necesidades de los ciudadanos, a 1996, cuando el presidente Clinton (también demócrata) manifestó que la era del “gran gobierno” había llegado a su fin. Los ecos del debate Samuelson–Friedman seguían vivos.
En último término se impuso una versión actualizada del pragmatismo anglosajón, que consistía en utilizar la fórmula que más conviniera al establishment según la circunstancia. En el 2007 ganó Samuelson y fue por ello que se acudió al rescate de la banca privada con dinero público. Pasado el susto, se volvió al mercado como núcleo central (Friedman). Pero a finales del 2019 apareció un input desconocido (el Covid-19) y el gasto público (sobre todo el sanitario) se disparó, por lo que se recogieron velas y se acudió a Samuelson de nuevo.
Y con objeto de teatralizar esta corriente, el G20 y los países subsidiarios han tomado algunas decisiones que prometen llevar a término en el 2023 (largo me lo fiais). La más llamativa para los medios es que se aplicará una tasa mínima del 15% a los beneficios de las grandes empresas. La más importante, sin embargo, no es ésta, sino que en teoría se aplicará ese 15% sobre los resultados generados en los países en los que esas empresas operan y no en aquellos en los que tienen sus sedes centrales, donde muchas veces su tasa impositiva es negativa. Se consideran grandes empresas aquellas cuyos ingresos son superiores a veinte mil millones de dólares y su margen de beneficio del diez por ciento o superior. Como contrapartida, algunos países (como Francia y Alemania) tendrán que retirar los impuestos domésticos sobre grandes empresas tecnológicas (Google, Facebook y otros). Si se aplica, la fórmula parece muy razonable y se ajustará a la lógica de una economía de mercado.
Los bufetes de abogados y fiscalistas al servicio de las grandes multinacionales ya se han puesto en marcha. Saben que podrán contar a su favor con la tradicional posición del Senado norteamericano que se opone sistemáticamente a cualquier tratado que no surja de sus propias instituciones.
Personalmente estoy más cerca de Samuelson que de Friedman, aunque no me gusta que el Estado, salvo en circunstancias excepcionales, trate de sustituir la función natural del mercado, y en eso Friedman tenía razón. Me temo, sin embargo, que todo ello resulte un fiasco y que el debate Friedman contra Samuelson sea un falso debate para entretener a los estudiosos. Mientras tanto la vida sigue y la realidad se impone, y en ese medio confuso – como ya sabemos – casi siempre ganan los malos.