Focus: Sociedad
Fecha: 16/01/2023
La abulia dominante en los medios públicos de comunicación catalanes (TV3, Betevé, Catalunya Radio) les ha llevado a comentar que el nuevo Tribunal Constitucional del Estado español tiene mayoría “progresista”. En un esquematismo que raya con la ignorancia más supina, esos comunicadores han interpretado –como sus homólogos españoles– que los próximos al PSOE son “progresistas” y los cercanos al PP “conservadores”.
Vayamos por partes. La palabra “progreso” está en boca de todo el mundo. Al fin y al cabo significa mejora, y ¿a quién no le gusta mejorar? Si vamos a su raíz etimológica, encontramos “progressus”, participio latino de “progredi” (ir hacia adelante). En sentido contrario tenemos “regressus” (ir hacia atrás). En la antigüedad este concepto no existía, ya que la historia se concebía como un ciclo cerrado o como una etapa intermedia a la espera de la trascendencia. La Ilustración (siglo XVIII) rompió este enfoque. Para Kant, la Ilustración enseñó al ser humano a pensar por sí mismo, a salir de la minoría de edad. El progreso sustituyó a la providencia divina. Se impusieron la ciencia y la razón.
Pero la Ilustración, de la misma forma que la Revolución Burguesa, apenas dejó huella en el Estado español, que siguió anclado durante siglos en un nacionalcatolicismo de “cristiano viejo”, que la intervención cosmética de la “Transición” ha tratado de ocultar durante los últimos cuarenta años, hasta que se le han roto las costuras.
Los jueces en el Estado español son defensores del orden establecido por los grupos dominantes, que en su día cocinaron a su gusto un conjunto abigarrado de reglas de juego que llamaron “constitución”, reglas de juego que transformaron en una ley sagrada de obligado cumplimiento. Entre esas reglas de juego está la “unidad indivisible de la patria”, que es un concepto barroco en su planteamiento y retórico en su definición, que no está muy lejos de la “España, una grande y libre” de matriz franquista.
En el mundo anglosajón los funcionarios (incluidos los jueces) son “servidores públicos” (public servants) y como tales tienen el deber de defender los intereses de la comunidad frente a los poderes del Estado. En el mundo “pre-ilustrado” los funcionarios (incluidos los jueces) son empleados del Estado y como tales deben sancionar cualquier desviación que ellos interpreten puede afectar a las reglas de juego de una “Constitución, que nos hemos dado entre todos”. Esto último, de tanto repetirlo, parece un villancico.
Las bases ideológicas de un mundo pre-ilustrado son de naturaleza conservadora, con matices que van desde la versión ultra a la moderada. En el Estado español los jueces son conservadores y las etiquetas de sus agrupaciones (de lógica corporativista) no marcan diferencias significativas. Su proceso de selección para llegar a alcanzar la plaza de juez pasa por unas duras oposiciones en las que la memoria es el factor discriminatorio. Este sobreesfuerzo inútil, impropio de un país moderno, no contribuye precisamente a tener una visión global y objetiva de la vida en la que luego tendrán que intervenir. Como en toda serie estadística, hay unas minorías en este colectivo que están más allá de dos sigma (el cinco por ciento de los casos) y que solo muestran la excepcionalidad.
Un factor añadido es que en todos los estudios sobre la burocracia y su cuadro de creencias, se ponen en evidencia sus autorregulaciones para no traspasar la frontera establecida. El burócrata no toma riesgos, nunca sale de su zona de confort. El burócrata es ordenancista, disciplinado, procedimental, siempre dispuesto a ajustarse a las instrucciones del mando. Los componentes del sistema judicial español (jueces y fiscales) pertenecen a este mundo. No son “progresistas” porque no pueden serlo, aunque en su fuero interno algunos lo hayan pensado alguna vez.
El breve discurso del nuevo presidente del Tribunal Constitucional (señor Conde-Pumpido), en el que expresa sus puntos de vista político-jurídicos no constituye ninguna novedad. Son congruentes con su trayectoria como alto funcionario del Estado. El señor Cándido Conde-Pumpido, junto al señor Alberto Belloch y la señora Margarita Robles, son miembros destacados de la asociación “Jueces para la Democracia”. Si uno tiene la paciencia de recoger las declaraciones de estos tres ciudadanos a lo largo de su carrera podrá comprender por qué los jueces en el Estado español no pueden ser calificados de “progresistas”.
A modo de ejemplo, el señor Belloch, declaró recientemente ante la actitud catalana de votar en un referéndum para decidir su continuidad o no como parte del Estado, que “en términos institucionales la situación en Cataluña es mucho más peligrosa que la que provocaba el terrorismo, que generaba y genera dolor, rabia, indignación, pero no cuestionaba el Estado de derecho”. Y la señora Robles, para justificar el espionaje por parte del Estado de muchas personas vinculadas al independentismo catalán, afirmó “¿Qué tiene que hacer un Estado cuando alguien vulnera la Constitución, cuando alguien declara la independencia, cuando alguien corta las vías públicas, realiza desórdenes públicos, cuando alguien está teniendo relaciones con dirigentes políticos de un país que está invadiendo Ucrania?”. El remate ha sido del señor Conde-Pumpido, que ha sentenciado que “la Constitución no permite la autodeterminación, la secesión, ni la independencia”. Todos estos “progresistas” son del Régimen del 78. Y con esto está todo dicho.
El sesgo conservador, y en muchas ocasiones ultraconservador, es tan evidente que solo unos pocos se atreven a denunciarlo y lo hacen cuando ya son intocables, cuando por edad han abandonado sus obligaciones. Éste es el caso de José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito del Tribunal Supremo, cuando dijo: “Es una realidad que la mayoría de los jueces son conservadores, al fin y al cabo protegen el orden establecido. En la mayoría de los países los jueces tienen una tendencia conservadora-liberal. Aquí, por lo general, siguen la tendencia mediática predominante en el país; quien se aparta tiene que ser muy valiente”.
Entre esos valientes un caso todavía más llamativo es el de Joaquín Urías, que fue letrado del Tribunal Constitucional y en la actualidad ejerce como profesor de Derecho Constitucional de la universidad de Sevilla. Urías, que practica un activismo comprometido con la sociedad, ha ido más lejos y en un artículo publicado en el digital CTXT en marzo del 2021 decía:
“En momentos de polarización política como el actual, el sesgo ideológico se está extendiendo por toda la carrera judicial y aparece en decisiones de cualquier instancia. Un juez de Málaga invoca el dogma de la inmaculada concepción para encarcelar a quien canta que la virgen María también abortaría mientras otro de Madrid mantiene encausado durante años a un famoso actor por cagarse en Dios. Hay jueces en Cataluña que castigan por delito de odio a un payaso que se hizo una foto haciéndole burla a un guardia civil. Otros persiguen a una tuitera adolescente por hacer chistes sobre el fascista de Carrero Blanco. A una dirigente política andaluza la han condenado utilizando la legislación franquista por decir que los ministros de Franco consistieron los asesinatos políticos decididos por éste. Se inician actuaciones contra quien se alegra de la muerte de un torero y hasta el Tribunal Constitucional condena a un sindicalista que trabajaba en un cuartel y se quejó de que los militares prestaran más atención a la puta bandera que a sus derechos laborales. En todos estos casos (y hay muchísimos más) se condena siempre a quienes con su discurso desafían a la monarquía, las fuerzas de seguridad, la iglesia católica o los dirigentes franquistas. Apenas hay condenas equivalentes contra personas de otro espectro ideológico”.
Este rosario de barbaridades atenta contra los principios fundamentales de una sociedad democrática: la libertad de opinión, de asociación y de expresión. En un Estado como éste hablar de “jueces progresistas” es un oxímoron. No los hay porque no puede haberlos.