Focus: Economía
Fecha: 15/04/2016
No hay dos términos de uso cotidiano más confusos que la “justicia” y el “derecho”. A veces se solapan o se usan indistintamente, aunque en la práctica pueden resultar dispares e incluso antagónicos. Hasta etimológicamente hay confusión: “Ius” es el equivalente latino de “derecho”, en tanto que “Iustum” corresponde a lo “justo”.
La justicia se puede definir de muchas maneras, aunque yo priorizo el sentido ético y moral del concepto, ese sentimiento de saber que serás tratado como un igual frente al resto del colectivo. El derecho es una construcción humana y como tal llena de debilidades. En teoría el derecho pretende racionalizar la convivencia entre las personas y lo hace a través de entes abstractos como el Estado, que utiliza leyes y reglamentos para llevar a término el control social. El derecho es coactivo y recibe la influencia del poder. Por eso muchas veces las leyes son injustas. El derecho es instrumental; la justicia no.
Es por ello que resulta ridículo aferrarse a un conjunto de ordenanzas fabricadas por el hombre (en el caso del Estado Español la “constitución”) con la pretensión de impartir justicia. Los mal llamados “tribunales de justicia” y su corte de expertos, deberían denominarse “tribunales de derecho”, ya que es esto último lo que ejecutan.
Otro artificio jurídico es el llamado “Estado de Derecho” (ambos códigos en mayúscula para darle más volumetría), cuando todos sabemos que muchos de los Estados que así se autocalifican no cumplen las mínimas garantías que exige la justicia y, en particular aquellas que Kant priorizaba: la libertad, la igualdad y la independencia.
Hago estas reflexiones a raíz de un tema menor, pero muy representativo de la confusión que nos rodea. Me refiero a la extraña situación de los jugadores de futbol profesionales, vinculados a las principales ligas de este deporte, que, perteneciendo a unos clubes, son utilizados arbitrariamente por sus selecciones nacionales. Y, ¿por qué sucede esto? Porque existe un organismo, plagado de corrupción, que bajo el epígrafe FIFA es el responsable máximo de esta feria, y que tiene como asociados a las federaciones nacionales.
La FIFA organiza torneos entre las distintas selecciones, a veces con carácter oficial y otras por simple distracción, que le proporcionan importantes emolumentos económicos con los que lubricar la amplia red de interesados. Para ello cuenta con el apoyo de la ley (en el sentido genérico del término) que obliga a los clubes a ceder sus jugadores ante las exigencias de las selecciones. Como no hablamos de un deporte amateur sino de un deporte que mueve millones de dólares en todo el mundo y cuyas principales estrellas compiten en ingresos con los directivos mejor remunerados del sector empresarial, la situación es sorprendente.
Tomando justamente como modelo el mundo empresarial privado –muchos de estos clubes de élite son sociedades anónimas– los jugadores son contratados con carácter exclusivo, en función de unas expectativas de rendimientos favorables. Son activos de su balance que se mantienen en propiedad mientras dura el contrato, de la misma forma que una empresa adquiere activos físicos (máquinas, instalaciones, etc.) con objeto de obtener mejores prestaciones, activos que va amortizando gradualmente. Pero en este caso y de manera arbitraria, como ya se ha dicho, estos activos pueden desaparecer temporalmente y ser usados por terceros con absoluta impunidad.
Los activos son devueltos, muchos de ellos deteriorados (el llamado “virus FIFA”), por lo que tardan cierto tiempo en recuperar su nivel de productividad habitual, nivel por el que fueron contratados y pagados. Basta citar como ejemplo los últimos partidos del Barça (tras la diáspora FIFA), en los que se puso de manifiesto el bajo rendimiento de los principales activos del equipo, después de una sobreutilización ajena.
En este mercado los agentes son tres: la FIFA y sus asociados (el poder dominante), los jugadores (que buscan notoriedad a cualquier precio) y los clubes de fútbol, que son los grandes perjudicados.
Es un caso absurdo que rompe la lógica del sistema de libre empresa. Es un caso que exige justicia (libertad, igualdad e independencia), justicia que es orillada por un procedimiento jurídico.
Es injusto, pero cuenta con la coartada del derecho.