Focus: Política
Fecha: 29/05/2020
Suecia es para muchos europeos del sur el gran desconocido. En plena dictadura franquista, gran parte de la fauna carpetovetónica entendía que Suecia eran únicamente “las suecas”, unas exuberantes mujeres que humedecían sus delirantes y reprimidas divagaciones nocturnas.
Luego llegó la modernidad y el turismo de masas permitió el salto cuántico de pasar de Navalcarnero a Estocolmo, sin que ello dejara ninguna huella apreciable en términos culturales, a no ser que entendamos por cultura unas fugaces visitas a los lugares más señalados en las guías y un álbum de fotos.
Las famosas becas Erasmus, que permitieron a muchos estudiantes universitarios disfrutar de unas vacaciones casi pagadas, tampoco se orientaron hacia el norte Europeo. Y es que en el norte, ya se sabe, hace mucho frío.
A pesar de todo ello, la confinada población del Estado español se ha enterado ahora –gracias a la televisión del Régimen (pública y privada)– que Suecia existe. Y que su gobierno y el conjunto de sus ciudadanos se están “portando mal” frente al contencioso del Covid-19. La razón de esta condena es que “no se ajustan al patrón dominante”, si es que éste existe realmente.
No quiero insistir mucho en las especulaciones sobre la pandemia. Vamos sobrados. Solo quiero centrarme en la gestión del fenómeno por parte de la Administración Pública de cada país. Unos –pocos– se anticiparon, otros reaccionaron con prontitud, unos terceros lo hicieron tarde, aunque lo ocultaron. Suecia no pertenece a ninguna de estas categorías. Ha tomado otra vía y vale la pena preguntarse porqué.
Si hacemos una sencilla radiografía del país podremos comprender mejor las bases de su conducta. Con una extensión ligeramente inferior a la del Estado español, tiene una población cercana a los diez millones. Es una monarquía constitucional, en el sentido genuino del término (el rey como símbolo y nada más). Políticamente es una democracia consolidada, en la que el poder reside en el parlamento y en el gobierno elegido.
Pertenece a la Unión Europea pero no a la Eurozona, lo que le permite tener las manos libres en su política monetaria. Su renta per cápita es de 53.000 dólares y la tasa de desempleo del 7%. Sus sistemas sanitario y educativo son mayoritariamente públicos. Su Deuda Pública es del 35% del PIB. Mantiene constante su superávit comercial. En los principales indicadores económicos y sociales, Suecia ocupa los primeros lugares en el ranking mundial. Pero lo más importante, y esto explica muchas cosas, es que en Suecia hay una plena transparencia en la gestión pública, los casos de corrupción son inapreciables y los ciudadanos confían en el Estado.
Por eso cuando el gobierno de centro-izquierda explicó a la población qué estaba ocurriendo con el Covid-19, la gente lo creyó. Cuando les dijeron que era un tema de “salud pública” y no una “crisis generalizada”, que era responsabilidad de todos manejarlo con prudencia y no transformarlo en un “enemigo a batir”, la gente lo asumió sin aspavientos. En Suecia no ha habido confinamiento, pero sí unas recomendaciones básicas. Las escuelas, el comercio, la restauración han permanecido abiertos, con ligeras limitaciones. No así las universidades, que podían continuar sus clases online. Higiene, limpieza, distancia social, evitar desplazamientos innecesarios. Las pruebas y tests no se han universalizado, y solo se han orientado a los segmentos más vulnerables, empezando por el personal sanitario. Todo razonable, sin exagerar. Si alguien rompía abruptamente con el protocolo de mínimos, se le indicaba la normativa, pero no se le sancionaba económicamente, y todavía menos penalmente. En Suecia tienen muy claro que las libertades civiles no pueden sacrificarse frente a un supuesto tema de “seguridad nacional”. Aceptan que el Covid-19 afectará mortalmente a un pequeño porcentaje de su población, en especial a las personas mayores con patologías previas y a las minorías de inmigrados (como la somalí), y en esto sí que se ha producido un debate con el propósito de minimizar el impacto en futuras circunstancias similares. Entienden que solo en el medio plazo se podrá hacer un análisis objetivo de su enfoque estratégico, enfoque que debe incluir los efectos colaterales positivos de no haber parado radicalmente el sistema productivo. Las decisiones drásticas tomadas en muchos países han generado y generarán grandes impactos (efectos colaterales negativos) que pueden afectar no solo al tejido económico, sino también al social e incluso al mental de las actuales generaciones.
Decía al inicio que Suecia es una democracia consolidada, que no ha padecido ningún conflicto armado desde hace doscientos años. Permaneció neutral durante la II Guerra Mundial y vivió su última huelga general en 1909. Cuando en 1905 el parlamento noruego disolvió, tras un referéndum favorable, la unión existente entre ambos países bajo un mismo Estado, en el que Suecia y su monarca ejercían el poder definitivo, la respuesta sueca fue de un pragmatismo exultante. Reconocieron la voluntad de los otros y la aceptaron.
Como contraste cultural con la realidad hispana, recordemos aquel episodio vivido por el fisiólogo español Ramón y Cajal, que con motivo de su visita a Estocolmo en 1906 para recoger el premio Nobel de medicina, se reunió con sus colegas suecos y les espetó que “cómo habían permitido aquella barbaridad” (la separación de Noruega), y no habían utilizado la fuerza de las armas, y ellos le respondieron: “lo hicimos por la sencilla razón de que los noruegos así lo querían”.
El fenómeno del Covid-19 se puede ver de muchas maneras, pero la mirada sueca es distinta y tranquilizadora. No produce fatiga ni stress a sus ciudadanos, no es un aquelarre de extravagancias, no se aprovecha para ocultar deficiencias estructurales, no es campo abonado para los comisionistas, no se utiliza para acaparar más poder, no estigmatiza a los trabajadores y empresas “no esenciales” (menuda estupidez taxonómica), no fomenta el desequilibrio personal. Es una mirada lúcida de un pueblo mayor de edad.
¡Qué lejos resulta todo esto!