Focus: Política
Fecha: 04/02/2021
La cultura absolutista de matriz castellana tiene unas raíces históricas inamovibles. En la cúspide de la pirámide está el poder, representado por el monarca de turno. Luego viene su círculo más próximo, que se desdobla en dos ramas. Una primera rama es la de amigos y conocidos (la antigua “corte” actualizada) y una segunda rama es la de un pequeño grupo de altos cargos de la Administración Pública con dilatada presencia en el poder (“la unidad operativa”). Los primeros aconsejan; los segundos ejecutan.
Lo anterior no tiene nada que ver con el gobierno y menos con el parlamento. Lo que los italianos denominan “sottogoverno” tiene una relación funcional con el gobierno, pero se ajusta a las directrices de la “unidad operativa”. Su posición goza de la ambigüedad de los Product Manager en las multinacionales. Y esto es así porque el “sottogoverno” sabe sobradamente que los políticos entran y salen, pero ellos siempre están ahí. Esta es una prueba fehaciente de que el concepto de monarquía constitucional en el Estado español es un oxímoron, una “contradictio in terminis”, como se decía en pleno franquismo del “pensamiento navarro” o de la “inteligencia militar”.
En la base de la cultura absolutista están los siervos, que se limitan a obedecer. El poder les ofrece espacios de libertad controlados para que descarguen sus tensiones reprimidas. Puede ser el fútbol, el botellón o los eventos de la “gente guapa”. Cumplido el trámite, han de volver al redil. Su misión es simple: trabajar y consumir. Y cuando toca, votar lo que les digan.
Son los descendientes de aquellos siervos, maltratados y explotados, que vitorearon el retorno de Fernando VII (el “rey felón”) en 1814 al grito de “Vivan las caenas”. Son los mismos que hace apenas cuatro años despedían a la Guardia Civil en su marcha hacia Catalunya con banderas rojigualdas y al grito de “A por ellos”.
En este contexto de forzada dependencia, los medios de comunicación, por su parte, transmiten los mensajes elaborados por el círculo próximo, con la voluntad explícita de alienar al conjunto de la población. No educan, como decía el gran Iván Illich, se limitan a instruir, capando previamente la conciencia crítica de la servil población.
Y si se produce una alteración en el modelo y despierta la conciencia crítica de algún colectivo, la “unidad operativa” desencadena una respuesta inmediata. Los actores son distintos según las circunstancias. El primer brazo ejecutor es el del poder condigno (el de la porra) como sucedió en Catalunya el primero de octubre del 2017. El segundo es el del poder compensatorio (promesas de cesiones nunca cumplidas) como la leyenda urbana de “la tabla de diálogo”. Y cuando las aguas están tranquilas, regresa el poder condicionado, el que condiciona el comportamiento de la sociedad y le permite brujulear con el lirio en la mano.
Por eso no es de extrañar que todo el mundo se ponga firme cuando alguien se refiere a “la autoridad competente”. En aquella ridícula ficción de golpe de Estado que nos vendieron (23F. 81) y que ocultó el auténtico golpe de Estado centralizador que vino luego, un militar en funciones de portavoz declaró a los asustados miembros del Parlamento que estaban esperando la llegada de “la autoridad competente”, para añadir luego muy ufano: “militar, por supuesto”. Al final no llegó nadie, y no llegó porque no hacía falta, ya había desembarcado en la mente de los allí reunidos y de todos los ciudadanos pegados a los receptores de radio y televisión.
La “autoridad competente” es la expresión simbólica del poder absoluto, el que no admite réplica, el que nadie puede cuestionar. Está por encima del bien y del mal. Estos días y con motivo de las elecciones al Parlament de Catalunya, la “autoridad competente”, por delegación, es la formada por los magistrados del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
Llama la atención el calificativo “competente”, que da por hechas las capacidades para hacer bien su función y se desmarca indirectamente de quien no las tiene y es autoridad a secas. Pero si me quedo con el sustantivo (autoridad) mi perplejidad aumenta, ya que esa capacidad de ejercer el mando no tiene, que yo sepa, ningún origen divino. En una sociedad civilizada, la autoridad es una cesión temporal de derechos que va de abajo arriba. Si no hay consenso ni participación, la autoridad se transforma en autoritarismo, que es campo abonado para la autocracia propia del poder absoluto.
Y en ese territorio nada puede sorprender. Todo es barbarie. Crueldad, violencia, falta de respeto a la otredad. Campo abonado para “la autoridad competente”.