Focus: Sociedad
Fecha: 25/09/2020
Así como la democracia es el gobierno del pueblo (al menos en teoría), la burocracia es el gobierno del funcionariado, del aparato administrativo que lleva las riendas del Estado.
Dentro de este aparato administrativo encontramos a los políticos profesionales, a los que han hecho de la política una carrera, una forma como otra de ganarse la vida. Alguno habrá, entre estos últimos, que esté en la cosa pública por vocación, por servicio a la comunidad, como es el caso del honorable President Quim Torra. Pero por las señales que va dejando la mayoría a lo largo de su carrera, creo que esos esforzados ciudadanos comprometidos de verdad con la sociedad son muy pocos y acaban pagando su atrevimiento por la presión del resto de la tribu.
Políticos profesionales aparte, nos queda el resto del aparato administrativo, que incluye en un totum revolutum a miembros del poder ejecutivo, legislativo y judicial. La separación de poderes de Montesquieu es una entelequia, sobre todo en aquellos Estados –como el español- que no han llegado a asumir en términos reales el concepto primigenio de democracia. Probablemente asociar España a democracia es un oxímoron.
La gran mayoría de ese aparato administrativo son gente que han llegado allí previo concurso u oposición, sin que el trasiego de los políticos les preocupe demasiado. Tienen el puesto asegurado y se aprovechan de la bisoñez de los nuevos entrantes en el área ejecutiva para continuar gobernando desde la sombra. Son la sala de máquinas de la nación.
Es evidente que no incluyo en este colectivo a los miembros de la educación y la sanidad públicas (cargos políticos aparte), áreas en las que hay que tener de verdad una gran vocación como para dedicar tu vida a ese menester.
Cuando en etapas precedentes el Estado no existía o su conformación era muy precaria, la única fuerza para imponer su verdad era la violencia del caudillo de turno, ratificada rápidamente por los oficiantes siempre solícitos de alguna religión al uso, con la católica como líder destacado en el marco europeo. Era la alianza histórica de la cruz y la espada. Fue por eso que la sociedad aceptó la incorporación de algunos administrativos, que ayudaron en primer lugar a recaudar impuestos y, poco a poco, cubrieron otras áreas de la función pública. Max Weber se felicitó, a primeros del siglo XX, por lo que ello suponía de racionalización respecto al orden antiguo.
El problema de las organizaciones es que se hipertrofian y acaban produciendo metástasis. Aunque lo peor no es esto. Lo peor es que ese cuerpo no admite ninguna cirugía curativa. En la burocracia se entra, pero no hay puerta de salida. Si uno sale es porque quiere o porque se ha acabado su ciclo vital. Cuando una organización se petrifica, acaba institucionalizándose, que es lo que ocurre en el Estado español. Probablemente ocurrirá en otros Estados (mucho menos en los anglosajones), pero como yo no los sufro, no les presto atención. Y las instituciones tienen la capacidad de reproducirse y generar una pléyade de subsidiarias, a las que una vez creadas hay que buscarles un trabajo a realizar. Esto está en las antípodas del proyecto de modernización.
Y no se trata de cuestionar el peso del Estado en el PIB. Se trata de pasar por el cedazo más exigente todas las partidas de su presupuesto, las unidades que las ejecutan, las estructuras que les dan cobijo y los sistemas de control. En la empresa privada bien dirigida (que las hay) este aparato instrumental forma parte de su cultura. En el sector público, por razones históricas bien conocidas, esta aproximación a los hechos no existe.
Cuando Robert MacNamara dejó la presidencia de Ford y pasó a ocupar el puesto de Secretario de Defensa de Estados Unidos, se trajo bajo el brazo una potente herramienta conceptual (el PPB System), que permitió poner patas arriba la gestión de su área de gobierno. Han pasado cincuenta años, pero desgraciadamente sus semillas no han dado el fruto deseado.
Estamos gobernados y dirigidos por una gerontocracia mental, que por muchos liftings que se haga no superaría un casting de aprendices. No solo es cuestión de edad, es cuestión de tener la cabeza bien amueblada y dar ejemplo. Echen un vistazo a lo que corre por ahí en nuestra área más próxima, sea en un catatónico sistema judicial (las simples imágenes de los principales tribunales son patéticas), en una administración local llena de amateurs (que han transformado Barcelona, por ejemplo, en un parque temático), en una decimonónica macroárea de Interior (donde siguen presumiendo de eslóganes carpetovetónicos como “todo por la patria”), en unas estructuras sindicales domesticadas (gracias a las generosas dotaciones con cargo a los Presupuestos del Estado), y en un incontable ejército de paniaguados, que no vamos a describir para no aburrir con el relato.
Sobran muchos funcionarios administrativos, sobran muchas instituciones, sobran muchas estructuras organizativas. Su valor añadido es menor que cero. Producen disfunciones y coartan la iniciativa privada.
No es un tema de más o menos Estado, como algunos interesados pretenden plantear. Es una cuestión de recuperar aquella racionalidad de la que Max Weber estaba tan orgulloso.
No me gustan los autócratas. Por suerte quedan pocos. Pero tampoco me gustan los burócratas y estos siguen ahí, imponiendo su mediocre visión del mundo. Esa cultura burocrática se ha extendido urbi et orbe y ha contagiado a naciones que, como la catalana, habían apostado siempre por la iniciativa privada, por el espíritu emprendedor, por la sociedad civil, por la disciplina, por el trabajo bien hecho, por la meritocracia. Una Catalunya independiente ha de hacer tabla rasa con esta pandemia, tan peligrosa como el Covid-19, pero todavía más perniciosa por su atemporalidad.
Y no nos engañemos, el “aurea mediocritas”, ese dorado término medio pequeñoburgués, es el disfraz bajo el que se oculta muchas veces un acusado hedor de mezquindad.