Focus: Política
Fecha: 18/11/2021
Para comprender el fenómeno del “crimen organizado” hay que retrotraerse a finales del siglo XIX y primeros del XX, cuando miles de italianos de las zonas rurales más empobrecidas emigraron a Estados Unidos, y en concreto a la ciudad de Nueva York, para procurarse una vida mejor. Se estima que en 1880 la emigración italiana en esa ciudad sumaba 20.000 personas; que en 1890 había pasado a 250.000 y en 1910 a 500.000. Era mano de obra barata, muy ligada a las tradiciones sicilianas, donde la protección de los poderosos implicaba una obediencia servil por parte del pueblo, con extraños rituales de iniciación y un aprendido código del silencio (la “omertà”).
América aportó método y puso el sello anglosajón a todo ello. La prohibición en el consumo de alcohol fue un acicate para la expansión y amplió la gama de productos de las bandas, que segmentaban los mercados y fijaban protocolos muy bien diseñados. Del alcohol se pasó a las drogas, la prostitución, el tráfico de armas, el chantaje y un largo etcétera de actos criminales, que contaron además con el apoyo de miembros del aparato policial y de políticos muy significados. Se movía mucho dinero y había para todos. Era relativamente fácil blanquear todo esto a través de algunos sectores industriales como el de la confección textil y el del sector inmobiliario. Ha pasado casi un siglo desde aquel momento cumbre y aun hoy quedan muchos residuos vivos en la sociedad norteamericana.
Ni que decir tiene que en Italia también el crimen organizado se ha sofisticado, se ha introducido en los partidos políticos, ha tomado posiciones en grandes medios de comunicación, controla indirectamente algunas redes sociales y es oficiosamente aceptado por el ciudadano medio. Por decirlo suave, “la violencia se ha civilizado”. Fuentes del FBI estiman que los cuatro grupos mafiosos más potentes –la Cosa Nostra, la Camorra, la Sacra Corona Unita y la Ndrangheta– cuentan con 25.000 afiliados en Italia , y 250.000 en todo el mundo.
El problema de este tipo de fenómeno, tan enraizado, es que sociológicamente genera cultura. Y esta cultura, si encuentra el terreno propicio, se contagia con facilidad. No es de extrañar pues que en el Estado español tengamos también nuestra peculiar “cosa nostra”.
Las condiciones eran idóneas tras la muerte en la cama del dictador: ortodoxia religiosa ultramontana, estructuras del Estado de cultura fascista, monarquías absolutas, aparatos represivos, dogmatismo ideológico, corrupción institucionalizada, grupos incontrolados. Han transcurrido casi cincuenta años, pero el modelo pervive.
Por eso ha pasado casi desapercibido un hecho que nos cuentan ahora y que ocurrió hace un año (el 23 de noviembre de 2020), cuando en la ciudad de Madrid y en pleno día un grupo de encapuchados saltaron de un vehículo con los cristales de sus puertas tintados y pistola en mano obligaron a parar una furgoneta de la empresa MRW, pusieron al conductor en el suelo y luego subieron a la furgoneta y se marcharon con los dos vehículos. Al parecer no hubo testigos o así lo han dicho oficialmente. La omertà.
En esa furgoneta, que luego se encontró calcinada en otro lugar, se trasladaba un material que a alguien le interesaba requisar y del que la banda mafiosa se apoderó violentamente. El grueso del material consistía en ordenadores, teléfonos móviles, tablets, lápices de memoria y otros dispositivos informáticos pertenecientes a la familia del president Jordi Pujol, que la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal del Estado había incautado en los años 2014, 2015 y 2017 y que la Audiencia Nacional y en concreto el juez señor José de la Mata había mantenido en custodia durante mucho tiempo, sin atender la petición de que fueran devueltos a los abogados defensores. En su momento se presentó denuncia del asalto en un juzgado de instrucción de Madrid, y allí quedó enterrado el tema hasta que fue archivado el pasado 21 de mayo. No era la primera vez que en los juzgados se perdían los expedientes, se quemaban casualmente los documentos probatorios, se rechazaban denuncias contra policías y falsos policías - como el comisario Villarejo, la representación más genuina de la España más rancia -. Y es que el Sistema se defiende a zarpazos. Y aquí paz y allá gloria.
Entretanto el juez de la Mata ha propuesto juzgar al “clan Pujol” como una “organización criminal”. Veamos: “clan”, término de origen gaélico, significa descendencia y de ahí los vínculos familiares que se le supone. Implica liderazgo. Pero lo más llamativo es que tiene connotaciones negativas por su asociación con “actividades delictivas”. No creemos que el señor de la Mata fuera neutro en su exposición, como era su obligación.
Y “criminal” se refiere a un individuo que comete un crimen, aquella acción voluntaria de matar o herir a alguien. Esto es lo genuino; asociar cualquier delito a un crimen es un error conceptual grave.
Yo no sé si algún miembro de la familia Pujol cometió o no cometió un delito fiscal. De hecho, miles de ciudadanos y empresas españolas lo habían cometido y se ampararon graciosamente en el regalo que les hizo el ministro Montoro con la denominada “amnistía fiscal” que permitió aflorar 40.000 millones de euros. Eran delincuentes, no criminales.
Lo que sí puedo asegurar es que un país donde un grupo encapuchado y bien armado asalta en pleno día una furgoneta y desaparece sin dejar rastro, sin que el aparato del Estado dé ninguna señal de haberlo buscado, localizado y perseguido, es un país de cultura mafiosa, en el que el crimen organizado campa a sus anchas con la connivencia de muchos componentes del Sistema.
Y para el ciudadano de a pie esto significa “inseguridad jurídica” y “riesgo personal”. Una prueba más de que sigue vigente el mensaje de aquella bella letra de una canción de Lluís Serrahima, compuesta y cantada por María del Mar Bonet hace montones de años, que decía: “Que volen aquesta gent que vénen de matinada”.
Quizás es un error de apreciación y la “Cosa Nostra” forma ya una parte sustancial del Estado español, un Estado que repetidamente se autoproclama “Democrático y de Derecho”.