Focus: Economía
Fecha: 12/03/2023
No quisiera emular a la baja a mi admirado Joseph Alois Schumpeter, aquel economista nacido a finales del XIX, que llegó a ser ministro de Finanzas de Austria y acabó como profesor titular de la universidad de Harvard hasta su fallecimiento. Para él la innovación era el motor del cambio y del progreso, que apartaba del mercado a aquellos agentes que no se comprometían en esta dirección. Desde este punto de vista podríamos considerar que las crisis responden en parte a un estancamiento del modelo empresarial y que las rupturas (la destrucción) ofrece oportunidades a los que se atreven a salir de su zona de confort.
El conflicto de Ucrania es la manifestación de una crisis más profunda de naturaleza geopolítica que afecta al conjunto de la sociedad, a unos de forma directa y al resto indirectamente.
Ya comentamos –en una columna anterior “Business is Business” (27/02/2023)- que algunos operadores han aprovechado el conflicto en beneficio propio, y es por ello que apuestan por la continuidad de la guerra.
Sería muy hipócrita que a estas alturas tratemos de introducir la Ética para blanquear este contencioso. La Ética, muy a nuestro pesar, no cotiza en el mercado de valores y habitualmente no aparece en la línea de abajo de la cuenta de resultados.
Una guerra, cualquier guerra, supone muerte y desolación. Afecta a millones de personas de ambos bandos y acaba con infraestructuras públicas y privadas que hacen inviable la recuperación de la vida en común. Cuando acaba una guerra, empieza el período de reconstrucción. Esto ocurrió en Europa tras la II Guerra Mundial. Y de forma más cercana en el tiempo también ocurrió en Irak, tras la invasión del ejército norteamericano con el propósito de derrocar al régimen de Saddam Hussein y liquidar las “armas de destrucción masiva”. Y como lo tenemos todavía en la memoria vamos a hacer una reflexión sobre lo ocurrido en Irak tras derrocar al dictador.
Lo primero que conviene destacar es que la guerra propiamente dicha costó al contribuyente norteamericano 8.000 dólares por persona, lo que da una cifra aproximada de 2,3 billones de dólares, según confirmó el exhaustivo informe de la universidad de Brown publicado en marzo del 2013. Hay que añadir que todo esto fue financiado mediante bonos bien remunerados, por lo que los intereses elevan todavía más esta cifra. Años más tarde (2019) el Departamento de Defensa estimó que el coste combinado de las guerras de Irak, Siria y Afganistán suponían una carga para el contribuyente de 7.623 dólares. Brown ha cuestionado esta última cifra, que en cualquier caso es elevadísima.
Una vez ocupado el país, destruidas sus infraestructuras, derrotado su ejército, Estados Unidos hizo de Irak una colonia en el Medio Oriente y para ello dispuso de fondos, de nuevo a costa del contribuyente norteamericano, para proceder a su reconstrucción. Según el informe oficial “Learning from Irak: a Final Report from the Special Inspector General for Irak Reconstruction”, esos fondos estaban repartidos en tres capítulos: IRRF (Irak Relief and Reconstruction Fund) por un importe de 20.348 millones de dólares, ISSF (Irak Security Forces Fund) por 19.578 millones y ESF (Economic Support Fund) por 4.588 millones. Las partidas de cada fondo nunca fueron muy precisas, trasladándose en ocasiones de un lugar a otro. Al final el monto reconocido estuvo entre 55.000 y 60.000 millones de dólares, unos quince millones de dólares diarios entre el 2003 y el 2012. No parece razonable pensar que destruir costó 2,3 billones y reconstruir solo 60.000 millones.
Partiendo de esta opacidad y de la habitual confusión en las cifras oficiales, sí sabemos que en las tareas de reconstrucción intervinieron centenares de empresas privadas –la mayoría norteamericanas– con Bechtel (el gigante de la ingeniería y la construcción) a la cabeza (2.465 millones), AECOM (522), International Relief and Development (703) y muchos otros. También colaboraron en esas tareas alguno de los grandes fabricantes de armas (como Raytheon), que primero ayudaron a destruir y luego a reconstruir lo destruido en parte por ellos. Un negocio redondo.
Los auditores, como siempre tarde, reconocieron muchos casos de corrupción, en los que intervinieron militares y civiles, tanto iraquíes como norteamericanos. Pero el expediente fue cerrado, con algunos casos notorios –juzgados y penados– para que el ciudadano se quedara tranquilo.
Y después de todo esto, ¿qué? ¿Cómo está Irak ahora, veinte años después de la invasión? Mal, muy mal. Un país militarizado, pero sin ejército regular estable y con ochenta milicias independientes fuertemente armadas, formadas por 160.000 combatientes. Donde domina el clientelismo y la corrupción. En el que se produce un enfrentamiento atípico entre dos facciones chiitas (la del líder religioso nacionalista Muqtada al-Sadr y la del Grupo de Coordinación, de tendencia pro-iraní). En el que la abstención en las elecciones bordea el 60%. En el que el gobierno norteamericano, tras la caída de Saddam Hussein, excluyó de la Administración Pública a los funcionarios sunitas (con mayor experiencia y formación) y los sustituyó por chiitas y kurdos. En el que los colectivos étnico-religiosos están agrupados geográficamente: los chiitas en el sudeste, los sunitas en el centro y el norte, y los kurdos en el nordeste. En el que el “Estado islámico” continúa su guerra particular, con la ocupación puntual de Mosul (la segunda ciudad del país) y la declaración del califato en junio del 2014, ciudad luego recuperada con dificultades. Donde el peso de la confesionalidad se hace abrumador, con unas élites que viven de las rentas del petróleo y ocupan los mejores puestos. Donde existe el contraste entre los cuatro millones de barriles de petróleo que se producen a diario y la falta de servicios mínimos como el agua potable y la electricidad en muchos lugares. Un país que Transparencia Internacional sitúa en el lugar 157 entre 180 países, siendo los primeros los menos corruptos. El tema es tan grave que el presidente de la comisión anticorrupción (Macha al-Jubouri) declaró “No hay nada que hacer. Luchar contra la corrupción en Irak es luchar contra lo imposible”. Un país, en definitiva, sin proyecto político.
Ésta es la cosecha de la huella norteamericana en Irak. ¿Qué puede ocurrir con la nueva Ucrania diseñada en los think tanks de Washington?
Empecemos por la guerra, que aunque a algunos no les pueda interesar, tiene fecha de caducidad. Un factor clave es la liquidación de los stocks militares y el tiempo de reposición. Otro es el papel de la Cámara de Representantes norteamericana, controlada por los republicanos. Les molesta que el Estado (que prefieren pequeño y ligero) dedique tantos recursos a una guerra exterior. Temen el papel del Leviathan.
Si dejamos la guerra en standby (pequeñas escaramuzas) podemos aventurar una hipótesis sobre esa nueva Ucrania, volcada política y culturalmente hacia occidente, sin las zonas del este y la península de Crimea, partes ya oficiales de la federación Rusa. Una Ucrania en la que el aparato militar-industrial tomará como ejemplo el de Estados Unidos. Será pues, junto al sector agrícola, uno de los motores económicos del país. Otro, en el medio plazo, será la reconstrucción. Y, ¿cuál es la dimensión económica de esta reconstrucción? Si tenemos en cuenta que su PIB nominal antes de la guerra estaba próximo a los 170.000 millones de dólares, y que en el 2022 ha caído un 32%, se puede aceptar que un ochenta por ciento del equipamiento está dañado. Los analistas in situ consideran que serán necesarios entre 300 y 350 mil millones de dólares para reestablecer los mínimos. Algunos sitúan la cifra en 500.000 (casi tres veces su PIB). Y este bocado es muy atractivo.
Tan atractivo que BlackRock (el gestor de activos financieros más importante del mundo), con una cartera de unos 12 billones de dólares (75 veces el PIB de Ucrania) ha llegado a un acuerdo con el gobierno Zelensky para asesorarlos financieramente con el propósito de que inversores de cualquier naturaleza participen en el proceso de reconstrucción. Por su trayectoria BlackRock ha destacado en la gestión de las privatizaciones, limitando las regulaciones administrativas y reduciendo las prestaciones sociales. Una de las áreas de más interés para los inversores internacionales es el sector agrícola, donde destacan el cultivo del girasol (mayor productor mundial), patata (tercer productor mundial), trigo sarraceno (tercer productor mundial), calabaza (tercer productor mundial), guisante seco (cuarto productor mundial), maíz (quinto productor mundial), repollo (quinto productor mundial), pepino (sexto productor mundial) y un largo etcétera. El campo ucraniano es una joya de la corona para hacer prácticas con un modelo neoliberal.
Nadie sabe que puede ocurrir en el medio plazo, pero los antecedentes de la gestión en diversos países invadidos, tomados o tutelados por los sucesivos gobiernos norteamericanos, no hacen presagiar un futuro muy atractivo para los ciudadanos ucranianos que decidan continuar en su país de origen.
Mejor sería que, de una vez por todas, la sociedad tomara conciencia de que ya no hay líder hegemónico, ni modelo político ideal ajustado a las necesidades del pueblo llano. Sería aconsejable que cada colectivo decidiera por su cuenta aquel sistema ajustado a sus intereses. Se ha constatado que hay muchos productos en el mercado (“democracia liberal”, “democracia autoritaria”, “democracia neoliberal”, “autoritarismo democrático”, “autocracia”, “democracia directa”, “democracia representativa” y otras variantes) y ninguno ha demostrado hasta el momento su superioridad sostenida sobre el resto.
Ya sabemos lo que ocurre cuando alguien pretende venderte un coche de segunda mano.