Focus: Política
Fecha: 04/01/2016
Lo ocurrido en Catalunya en los últimos tres meses se asemeja a aquellos procesos de cambio a los que se somete una corporación empresarial y en la que intervienen distintos órganos de poder.
Tras unas elecciones que tuvieron carácter plebiscitario, la mayoría de los votantes (accionistas en el caso de una empresa) optaron por la opción que consideraban más ajustada a sus intereses y expectativas.
Los representantes de esos paquetes de acciones hicieron una declaración explícita de sus intenciones en la junta general de accionistas, para que nadie se llevara a engaño.
Pero había un intangible que unos y otros no tuvieron en cuenta y es que se puede estar de acuerdo en algo por razones diametralmente opuestas.
Esto ya era evidente, pues repetidas veces se habían hecho manifestaciones que evidenciaban conflictos latentes y el mercado (los electores) lo sabían o deberían haberlo sabido.
Y es que los planes de negocio (el plan político para salir del Estado) habían sido preparados diligentemente por el bloque más importante de los mayoritarios (que suponían el 86%), en tanto que los representantes del 14% restante se habían limitado a observar acontecimientos.
Es decir, Junts pel Sí había hecho los deberes y la CUP no. Pero estos últimos sabían que sin sus acciones y su voto favorable, el cambio no sería posible.
Y empezaron las negociaciones –interminables, complicadas, fatigosas– en las que se ponía de manifiesto el pobre conocimiento de la realidad que tenían los minoritarios del bloque por el cambio. Junts pel Sí acabó cediendo un teórico programa social de urgencia (que exigía la otra parte) sin tener en cuenta la escasa disponibilidad de recursos con que contaba la empresa para llevarlo a término.
Se llegó a un principio de acuerdo sobre ese programa (todo con carácter provisional, ya que la provisionalidad forma parte del estilo de la CUP) y se pasó a la siguiente etapa: nombrar un consejo de administración y a su presidente o consejero delegado. Y curiosamente los representantes (o “delegados” o “intermediarios”) de las bases (o “corrientes” o “alternativas”) de la CUP expresaron su voluntad de no formar parte de ese órgano y mantener la libertad de voto en la junta general. Esto en una empresa es inimaginable y pone en entredicho el deseo de cambio de ese colectivo. ¿Son realmente independentistas, o se camuflaron bajo este paraguas para hacer su “revolución” particular?
Su último y más obtuso movimiento fue poner el veto al presidente elegido por los representantes del 84%, cuestionando en paralelo el posible nombramiento de otros consejeros que no fueran de su agrado.
Junts pel Sí se ha mantenido firme hasta ahora (lo cual es de agradecer). Uno siempre aprende de sus errores y ellos los han cometido, en parte por ingenuidad y en parte por tacticismo de los partidos que la conforman. El plan trazado para el cambio exigía una mayoría de las acciones; no se alcanzó por un poco. Deberían haberse convocado nuevas elecciones una semana después del resultado.
Ahora hay que prepararse bien para la próxima junta general. Seguirán las Opas hostiles del Estado Español, como habrían seguido en cualquier caso. Los accionistas contrarios al cambio medrarán en los corrillos. Nada nuevo que pueda sorprendernos. Pero lo más importante es que se han clarificado las posturas y el mercado es más sabio de lo que algunos creen. Vaticino, y no me gusta hacerlo, un “soberano” revolcón para las CUP. Se lo han ganado a pulso. Se ha acabado su minuto de gloria, que los medios convencionales han ayudado a prolongar absurdamente.
Nos veremos en marzo. Necesitamos 68 diputados independentistas, pero esta vez independentistas de verdad. Si no se alcanza la mayoría, la empresa (la nación) acabará quebrando y los accionistas (los electores) sufrirán fuertes minusvalías.
El proceso sigue. No hay otra opción que el cambio de rumbo, un cambio definitivo.
Nota: En esta ocasión recomiendo especialmente la lectura del apartado “De otras webs”, que se titula “Un final esperpèntic”. Xavier Massot Martí acierta totalmente. La clase política catalana ha de hacer autocrítica a fondo. La última palabra la tienen los electores.