Focus: Sociedad
Fecha: 29/08/2022
El verano es propicio a las fiestas, a los multitudinarios conciertos, a los aquelarres, a los festivales pequeñoburgueses, y también a las viejas tradiciones que se vienen sucediendo a lo largo de los tiempos, como si este simple hecho les diera un sello de legitimidad. Pero si ahondamos en ello, nos daremos cuenta de que la mayoría de esas tradiciones son un reducto reaccionario donde se ubica un cóctel de irracionalidad, de violencia y de vulgaridad, cóctel que se transmite de generación en generación.
Si entramos en su raíz etimológica, tradición viene del latín tradere, que significa transmitir, entregar, dejar algo para que un tercero lo custodie. Hasta aquí parece todo muy neutro, pero no es así. Detrás de una tradición, de cualquier tradición, hay una voluntad de dar sentido a un mensaje y esa voluntad, en la mayoría de los casos, tiene su origen en el poder (la cruz y la espada), que pretende controlar y orientar el comportamiento de la masa poblacional, ahora más o menos libre, y antes sometida a la servidumbre. Es por esta razón que en términos históricos, políticos y filosóficos el tradicionalismo es una corriente asociada a la reacción frente al progreso, frente a la ciencia, a la Ilustración, a las luces que despejan la mente y nos permiten avanzar. Es la distinción que establecía Max Weber entre la autoridad tradicional y la legal-racional.
¿Significa esto que todas las tradiciones son negativas? No necesariamente. Las hay buenas y las hay malas. Y de estas últimas las hay perversas.
Podríamos hacer una primera ordenación entre aquellas que se basan en el continente y las que se basan en el contenido. Todo aquello que forma parte de un ritual y no afecta a los valores sociales no hace ningún daño, aunque si se suprimiera no pasaría nada (gestos, frases, vestimentas, etc.). Que los jueces lleven toga es una tradición y nada más. Que nos enviemos felicitaciones de “año nuevo”, que venga Papa Noel o los Reyes Magos con sus regalos, que celebremos ciertas fiestas para recordar hechos significativos de nuestra historia común, no tiene mayor alcance.
El problema surge cuando entramos en los contenidos y nos encontramos con que su defensa se basa en el argumento de que “esto está bien porque siempre se ha hecho de esta manera”, que es el argumento del trabuco, del que no tiene forma de hallar un razonamiento mínimamente presentable.
El etnocentrismo pretende separar las tradiciones reprochables (las malas) de las de una sociedad civilizada (las buenas). Entre las malas hay todas las relacionadas con el trato a la mujer procedente del Islam y de muchas sociedades subsaharianas, trato por cierto que los países coloniales, cuando tuvieron esos territorios bajo su mando, no hicieron nada por cambiar. Entre las “buenas” están las otras.
Por ejemplo, someter a los novatos de una Public School inglesa (escuelas privadas) a tratamientos sadomasoquistas es algo normal. Como lo es que en los himnos de algunas universidades norteamericanas haya estrofas de marcado carácter racista. “Es una tradición”.
Como lo es que todavía algunos países continúen tratando cruelmente a sus patos para producir foie gras. Como lo es que en muchos pueblos de la gran Castilla se celebren rituales macabros en los que los animales son el objeto a torturar. Como lo es que en la franja levantina y en la zona catalana colindante (Terres de l’Ebre) se siga maltratando als bous para regocijo de la plebe. Como lo es que las sociedades de cazadores defiendan su deporte de “matar a otras especies” como una muestra de su hombría. Como lo es la caza del zorro, de la perdiz y del faisán en la civilizada Inglaterra. Porque una cosa es matar para sobrevivir, como hacen los animales carnívoros, y otra muy distinta es matar por placer.
No nos olvidamos de las corridas de toros, esa denominada “fiesta”, que aunque ha ido a la baja continúa subsistiendo en muchos lugares del Estado español, recibiendo además subvenciones procedentes de los Presupuestos del Estado. O sea que una parte de los impuestos de los contribuyentes sirven para potenciar la barbarie. Eso sí, en un Estado Democrático y de Derecho.
Es evidente que la clase política y los votantes, que defienden toda esta basura, no han leído a José María Blanco White, uno de los escasos intelectuales liberales del siglo XIX, cuando decía que “para gozar con el espectáculo que acabo de describir, se necesita tener los sentimientos muy pervertidos”. Hay variantes y variantes de esta sacralización de la falocracia, como cuando entre gritos y espasmos alcohólicos se corre por las calles para conducir al ganado al matadero. Y allí en el matadero es donde ocurre la esencia del espectáculo, que Manolo Vicent, buen escritor, narró con singular maestría:
“Ya están de nuevo aquí los puyazos, las estocadas, los descabellos, los vómitos de sangre, donde abrevarán las moscas bajo el flamear de la bandera de España. Ha comenzado la temporada taurina, el rito brutal y a la vez manierista, que convertirá la tortura y la muerte en un espectáculo moral”.
Y es que la mayoría de las tradiciones son inducidas por el poder para que el pueblo exprese sus bajos instintos y regrese luego al redil de la servidumbre. Por eso se lapidaban a las “adúlteras” o se quemaban a los “herejes”. Pero como matar a seres humanos de forma indiscriminada es considerado ahora un delito, los humanos nos dedicamos a liquidar con fruición a otras especies.
Por eso los principales culpables de tanto desvarío son las élites políticas y económicas, por mucho que las “tradiciones” se vendan como corrientes surgidas desde la base. Un hecho paradigmático que confirma la conducción desde el poder de esas “tradiciones” es el carnaval, cuyo más genuino representante es el Carnaval de Venecia.
Nacido a finales del siglo X, fue el Dux Faliero, máximo dirigente de la república veneciana quien autorizó la festividad. Se desarrollaban un conjunto de rituales, muchos de origen pagano, en los que los sacrificios de animales tenían principal protagonismo. Todo estaba pensado para el disfrute de la clase adinerada, desde las máscaras hasta los bailes y los cantos. Luego, poco a poco, se abrió el proyecto para el resto de la población, aunque siempre bajo el control estricto del gobierno de la Serenísima, regulando los usos y fijando sus límites. A las autoridades eclesiásticas también les convenía el enfoque del poder político, pues tras unos días de “vicio y desenfreno” procedía la privación y la mortificación.
Tomado como ejemplo, el Carnaval de Venecia es el modelo dominante. Funciona así:
El poder controla al pueblo (lo ha hecho siempre) y lo somete a restricciones, algunas tan sibilinas como en la actualidad reducir al máximo los pagos con dinero en efectivo o los sistemas aleatorios de cuarentena en entornos pandémicos. El pueblo soporta como puede esa presión, aunque su indignación va en aumento. El poder, para compensarlo, abre el grifo cuando le conviene, y le ofrece opciones para que descargue su latente agresividad. Lo hacen con los partidos de fútbol, pero sobre todo en la sobreexplotación de algunas de las perversas tradiciones que ya hemos reseñado, que tienen a las otras especies como objeto de descarga.
La única esperanza es que este pozo de prácticas irracionales, arropadas bajo la etiqueta de “tradiciones”, que se autojustifican “porque siempre se han hecho así”, están encontrando un frente contrario con el que no contaban. Y ese frente, bajo el peso del mundo académico, está demostrando empíricamente que la crueldad con los animales, internalizada desde la infancia en sus entornos primarios y secundarios, correlaciona directamente con la crueldad de esos mismos ciudadanos en la edad adulta. Crueldad y violencia contra la mujer, crueldad y violencia con los ancianos sin recursos, crueldad y violencia con los niños. Y en esta circunstancia, en algunos países civilizados (pocos) el sistema parlamentario ha respondido ofreciendo a jueces y fiscales líneas claras y precisas para penalizar esas conductas y progresivamente prohibir las sacrosantas tradiciones.
El proceso de reconversión será muy complicado. Tengamos en cuenta que la tradición es un reducto reaccionario. Es un tema cultural, de valores, de formas de interpretar la realidad. Es asumir que en el universo conocido esos mamíferos “superiores” que denominamos humanos son una especie más, no una clase protegida.
Ya lo decía Marco Aurelio. “Edúcalos o padécelos”. De momento los estamos padeciendo.
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