Focus: Política
Fecha: 14/05/2015
Las elecciones municipales son para muchos ciudadanos la forma más auténtica de vivir la democracia directa. Es una cuestión de proximidad. Cuanto más alejado se encuentra el poder institucional, menor implicación, menor control (por no decir ningún control), menor aceptación de la política. Un buen ejemplo lo tenemos en el parlamento de la capital del Estado, cuando se discuten y deciden temas referentes a territorios y personas muy alejadas (como es el caso del Delta de l’Ebre), que aquellos parlamentarios / funcionarios ni conocen ni valoran en su real dimensión.
Es por esta razón que en cualquier municipio (por pequeño que sea), el proceso electoral es una fiesta en la que los vecinos contrastan pareceres y eligen a la persona que creen más idónea para dirigir el día a día de la población. El alcalde elegido ha de potenciar su proyecto urbano y, al mismo tiempo, ocuparse de que la máquina funcione: luz, agua, alcantarillas, zonas verdes, seguridad, etc.
Las siglas políticas del alcalde elegido no son un condicionante básico. Lo que cuenta es su conocimiento de la realidad de su pueblo o ciudad, su trayectoria personal, su oficio. La gente está dispuesta a confiar en él. Es uno de los suyos.
Es por esto que el cinismo imperante en los partidos hegemónicos del Estado Español (PP y PSOE) haya llevado estas elecciones al descrédito y a la desafección. Se estima que entre estos dos partidos –y sólo en Catalunya– se han presentado 300 candidatos a alcaldes para poblaciones en las que no viven, ni están empadronados, y que –en la mayoría de los casos- jamás han visitado hasta ahora.
Desde la racionalidad, la pregunta es ¿qué pretenden? Su respuesta tramposa es que así recogerán el voto de los ciudadanos que les son afines políticamente, aunque sepan que su voto es inútil. Una segunda razón –más opaca– es que quizás podrán rebañar unos cuantos miles de euros por las subvenciones a los partidos.
Pero hay otra forma de contemplar el tema que es en su perspectiva moral. ¿No se dan cuenta de la indignidad de su procedimiento? Y no me refiero únicamente a los falsos candidatos que han aceptado el ordeno y mando; son unos pobres diablos. Me refiero a la señora Sánchez Camacho y al señor Iceta Llorens, los jefes de turno que han urdido, una vez más, esta estafa a la ciudadanía. Luego se llenarán la boca con defensas estentóreas del Estado de Derecho. Menuda astracanada.
Al margen de este sesgo inmoral, las elecciones municipales tienen otras trampas, sobre todo en los pueblos y ciudades en los que la dimensión impide un conocimiento directo de la labor del ayuntamiento. La primera trampa es que esa distancia entre el ciudadano y el poder ejecutivo municipal sea secuestrada por los medios de comunicación, que potencian a aquellos candidatos que interesan a la propiedad del medio o a sus afines, por razones políticas o económicas. Este es el caso, por ejemplo, de la opción de “Ciudadanos” en la ciudad de Barcelona, que como marca blanca de un PP desahuciado es presentada como “martillo de herejes” para romper el bloque soberanista. No tienen ninguna propuesta sobre la ciudad, que no sean sus soflamas reaccionarias.
Una segunda trampa es no entender para qué sirve un ayuntamiento. Un ayuntamiento y quienes lo gobiernan deben tener –como ya hemos apuntado- una “teoría” sobre su ciudad. Pero la aplicación de esta teoría exige un nivel de profesionalidad en la gestión que no corresponde a los políticos sino a los especialistas en los distintos campos. Y ahí reside el problema, porque la mayoría de los pueblos no tienen la dimensión mínima para cumplir este requisito. Ello debería llevarnos a un modelo integrador poblacional en términos de prestaciones (el concepto de mancomunidad) y acabar con la actual fragmentación.
Una tercera trampa es cambiar el orden de prioridades en las tareas municipales. La principal función de un ayuntamiento es que la vida de la población discurra sin problemas graves; que la máquina funcione. Son aquellas cosas que ningún otro nivel de la Administración hará si no las hace el ayuntamiento. Las funciones sociales (educación, sanidad, cultura, deporte) son funciones de suplencia, que deberían ser realizadas por niveles superiores, donde pueden obtenerse economías de escala. Jamás estas funciones deben sustituir a las primeras.
La cuarta trampa se la ponen los propios ciudadanos al confundir el perfil de los candidatos. Los mítines políticos son puro espectáculo: la música, la escenografía, la sobrecarga emocional. Cuando se acaba, hay que ponerse a trabajar. Hay muchos “líderes” cuyo único soporte intelectual es su capacidad para comunicar bien, aunque en el fondo no hagan más que repetir eslóganes trasnochados. Cuentan además con la ayuda de la televisión, que se limita a reproducir hasta la saciedad este tipo de manifestaciones, sin aportar ninguna reflexión crítica. Candidatos como el señor Pablo Iglesias a nivel estatal o como la señora Ada Colau a nivel municipal se ajustarían a este modelo. Gobernar es otra cosa.
Y es que hay un tipo de borracheras que Alain Minc, en un momento de lucidez, describió como “borracheras democráticas”. Se producen en los períodos electorales y se concretan en un voto electrizante. Luego viene la resaca, que dura más o menos cuatro años.