Focus: Política
Fecha: 13/06/2022
A primeros de los cincuenta del siglo pasado, algún sábado por la tarde acompañaba a mi padre a la tertulia privada que compartía con un grupo de amigos afines a su pensamiento liberal (una isla en un mar de fascistas y ultramontanos). Esa tertulia ocultaba su clandestinidad jugando a billar (modalidad chapó), un juego en el que tanto la mesa como los tacos parecían enormes a mis ojos de adolescente.
Mientras unos jugaban los otros hablaban. Yo, en la distancia, escuchaba atentamente mientras tomaba una merienda Premium. No entendía nada, pero sí me quedó grabada una frase que uno de aquel grupo de adultos envejecidos que habían perdido la guerra en términos morales, repetía una y otra vez: “Que se duchen”.
Nunca le pregunté a mi padre sobre el tema y su muerte súbita al cabo de unos años (cuando yo tenía apenas dieciséis) me dejó con muchos interrogantes. Maduré pronto, porque la vida en ocasiones acelera tu maduración, y un día contrasté mi punto de vista con mi madre, una mujer inteligente y lúcida, veinte años más joven que mi padre, que fue la base de mi personalidad y mi carácter. Era evidente que aquel “que se duchen” no tenía nada que ver con una recomendación de higiene personal. Apuntaba mucho más alto, era un grito desgarrador en defensa de las libertades, que pasaba por desprenderse de toda aquella basura ideológica de matriz castellana que las élites españolas arrastraban desde el siglo XIV. Porque el fascismo-franquismo no fue más que la continuidad de una concepción del Estado donde el centralismo, el nacionalcatolicismo, la unicidad y el poder condigno se expresaban a través de una monarquía absoluta, corrupta y violenta.
Pienso que esa ingenua recomendación estaba condenada al fracaso. Esos tipos nacen con unos delantales de plomo, como los que usan los operativos en medicina nuclear, delantales que les aseguran la protección frente a cualquier “desviación ideológica” que pudiera cuestionar su sacrosanto dogma.
Y si alguien duda de este planteamiento, duda razonable exenta de apriorismos, solo tiene que comprobar empíricamente cómo el aparato del Estado (en su amplio abanico de instrumentos represivos, sean estos de naturaleza política, jurídica, administrativa, social, paramilitar, mediática, etc.), actúan al unísono para liquidar de raíz cualquier asomo de rebeldía. Entre los afectados, el que no tiene una inspección fiscal “Taylor Made”, tiene una denuncia mercantil o un proceso penal, o lo que sea necesario para atemorizarlo primero y castigarlo después. El manual operativo es muy viejo y tiene sus orígenes en la Santa Inquisición (curiosa denominación a la que los analistas han prestado poca atención), aunque ha sido puesto al día sucesivamente y ahora cualquiera de ellos se puede bajar la aplicación actualizada vía Internet. Y en el colmo de la desvergüenza utilizan constantemente la proyección freudiana, ese mecanismo de defensa del yo clínicamente conocido mediante el cual disimulan sus impulsos violentos y amenazantes y se los atribuyen a otros. Por eso se permiten decir que los catalanes independentistas son unos golpistas, cuando de hecho los únicos golpistas han sido siempre ellos. Tendrían que leer la técnica del golpe de Estado, del ensayista italiano Curzio Malaparte, y así se enterarían mínimamente en que consiste esta acción política.
Pero esto suena a recomendación y ya hemos dicho que es un esfuerzo inútil. Seguramente pensarían que Malaparte es un joven jugador del Brescia que el omnipotente Florentino Pérez acaba de fichar para el Real Madrid.
Lo que ocurre en España es de una cutrez tecnológicamente avanzada y poca cosa más.
No se ducharán nunca.