Focus: Sociedad
Fecha: 17/02/2023
Podría ser el título de una película americana de la serie B, de esas que distraen al personal por la espectacularidad de sus escenas de acción, todas ellas cocinadas con tecnología digital. Pero en lugar de esto es uno de los sueños preferidos por los jóvenes, cuando se les pregunta que desearían ser en el futuro.
¿Se imaginan una sociedad construida sobre unos cimientos entre cuyos componentes esenciales estuvieran los “influencers”? Éste es un fenómeno curioso que conviene destripar para comprender.
A lo largo de la historia siempre ha habido gente con capacidad para influir sobre los demás. Esta influencia estaba ligada al poder (de la cruz y de la espada), que controlaba los canales de comunicación. La contestación de la opinión dominante era ejercida por una minoría que operaba en la clandestinidad. La liquidación progresiva de las monarquías absolutas, el crecimiento de las agrupaciones obreras, los movimientos sociales de distinta naturaleza y las protodemocracias fueron caldo de cultivo para el surgimiento de grandes líderes con probada capacidad intelectual para ejercer influencia. Primero la imprenta y luego las tecnologías electrónicas iniciales (radio y televisión) permitieron ampliar el ámbito al que llegaban los mensajes. Los comunicadores eran elegidos porque tenían algo que decir, algo que aportar, algo que cuestionar. Luego vino la masificación de los medios y empezó la debacle.
El contraste más evidente se produjo en los pequeños pueblos, en aquellas comunidades en las que todo el mundo se conocía. Eran los ancianos, por su conocimiento y experiencia, quienes vehiculaban la opinión e influían en el resto. El poder local también entraba en el juego (el párroco, el boticario, el cacique de turno), pero la sabiduría popular los cuestionaba. Los bustos parlantes de la televisión sustituyeron a los antiguos voceros. Luego vinieron los tertulianos y otras especies similares. Ni unos ni otros tenían conocimientos, pero estaban ungidos del halo que proporcionaba la caja tonta. Los políticos profesionales aprovecharon la oportunidad y se subieron al carro de los medios. A pesar de todo el ruido era soportable, ya que la mayoría era de perfil bajo y se compensaban.
Luego llegó Internet y empezaron a cultivarse las redes sociales. Ello propició el escándalo. Lo que pretendía ser un sistema de comunicación entre personas afines, se transformó en una bullanga, donde los mensajes, los roles, los cruzamientos, las intimidades, los insultos, las procacidades, las mentiras, las amenazas y todo tipo de improperios impusieron su ley.
El mercado se segmentó y las empresas marquistas empezaron a utilizar las redes en provecho propio. De ese caldo nacieron los “influencers”, unos tipos que de una forma casual se dirigían a gente como ellos y les hacían recomendaciones. Si la vía de comunicación incorporaba imágenes, mejor que mejor. Y en un mundo globalizado, esos tipos podían tener de miles a millones de seguidores, lo que suponía, al menos en teoría, multitud de recomendaciones. Recomendaciones de “uso y consumo” y poca cosa más. No podían transmitir sabiduría porque no la tenían. Unos pocos, como siempre unos pocos, hacían fortuna y alcanzaban notoriedad.
En paralelo a estos había otros “influencers” que partían de la notoriedad ya alcanzada en otros campos, sobre todo como figuras de los deportes más populares, modelos, actores y actrices, etc. Estos no perseguían obtener rendimientos directos de sus “performances”. Se podría decir que su influencia entraba en el plano referencial. Eran referencias sociales para los más jóvenes, como modelos a imitar.
Con este panorama no nos han de sorprender los resultados de una macro encuesta financiada y organizada por Google en todo el mundo sobre “el trabajo soñado” por los jóvenes que están por iniciar una actividad profesional. A nivel mundial la profesión más deseada es la de piloto, seguida de la de escritor, bailarín, “youTuber”, emprendedor, actor, “influencer”, programador, cantante y maestro. Luego vienen disc jockey y “blogger”.
Vamos a centrarnos en tres tipologías inexistentes hace apenas veinte años, las tres vinculadas a las TIC’s (tecnologías de la información y la comunicación): YouTuber, Influencer y Blogger. Lo más llamativo es que ninguna de ellas es una profesión propiamente dicha, sino que es una actividad propiciada por el medio. No hay que pasar por la “academia” para aprender este oficio. Y si tenemos la paciencia y el tiempo disponible para entrar en la mayoría de estas vías, nos daremos cuenta de la vaciedad que las acompaña, vaciedad que se transmite a sus seguidores.
Y si revisamos una clasificación por países, los resultados son el mejor reflejo sociológico de su cultura en términos de valores. En Estados Unidos, por ejemplo, la profesión soñada es la de piloto, como también ocurre en el Reino Unido. En Alemania es la de maestro. En Francia la de abogado. En China la de dietista. En Brasil la de empresario.
En España es la de “influencer”, elección que comparte con otros países del antiguo “imperio español”, como Argentina, Venezuela, Ecuador, Costa Rica, Nicaragua y Honduras. Menuda siembra la de los “conquistadores”.
Éste es un vivo retrato de la España del siglo XXI, del nivel cultural de sus ciudadanos, del fracaso de la meritocracia, de la pobre calidad de sus élites, de la basura mediática imperante, de la orientación política de los votantes. Churchill lo dejó muy claro: “el mejor argumento contra la democracia es cinco minutos de conversación con el votante medio”.