Focus: Política
Fecha: 30/11/2020
A trancas y barrancas, como si le costara mover su volumen corporal, el presidente Trump acabará retirándose del primer plano de la actividad política. Sabe que tiene causas pendientes en la vida civil (sobre todo por razones fiscales) y ha tratado de alargar el proceso tanto como ha podido, pero también sabe que su huella queda y seguro que la rentabilizará en otros campos.
No es la primera vez que aparece en la escena un líder de estas características: malcarado, zafio, insultón, vocinglero, machista, supremacista (wasp). Pero sí lo es que esto suceda en la que fue la primera potencia mundial (Requiescat in pace).
Hay una ley en psicología que dice que “la similitud percibida mejora la atracción”. De los setenta millones largos de votantes a su favor, hay un buen porcentaje que gozan de algunos de los atributos de su líder (no de todos, porque esto resulta muy difícil y es de premio). Reconocen en Trump algún rasgo que ellos también tienen.
Y sería un gran error identificar a este gran colectivo con una clase social determinada. No es la cartera lo que los agrupa, son los valores, un cóctel explosivo cargado de emociones, prejuicios, animosidad, mixtificación y reduccionismo.
No hace falta ir muy lejos para ver que el Estado español cuenta con una ristra de malcarados, vocingleros, insultones y supremacistas, que votaron a Aznar o a González, y que ahora votan a sus sucedáneos. Nadie engaña a nadie. Los votan porque se parecen a ellos.
Es bien sabido que la proyección es un mecanismo de defensa por el que atribuyes a otras personas las propias virtudes o defectos que no te atreves a reconocer como propios. Trump domina el oficio y por eso proyecta sus peores rasgos en su competidor Biden, un tipo corriente, sin grandes aristas, pero muy lejos de la maldad trumpista.
Los insultones –tipo Carrizosa o Arrimadas– cuando etiquetaban al president Torra como un supremacista, estaban proyectando sus propias vergüenzas, una mezcla de ignorancia y mala fe. Lo mismo ocurre (en un gesto hiperbólico) cuando la insultona Díaz Ayuso dice cosas como que “los contribuyentes madrileños, con su esfuerzo, le están pagando la corrupción a los independentistas”. En este caso, esta ciudadana -cuyo mayor mérito ha sido ejercer de twitera de la presidenta Aguirre– con un master en comunicación concedido por una cosa que se llama Instituto Séneca (que suena a academia de barrio), y que el trumpismo sociológico ha elevado a los altares, tiene la desvergüenza de proyectar sus carencias más elementales, que sonrojarían a cualquiera.
Dice François Vergniolle, especializado en el estudio de la civilización americana, que el trumpismo corresponde a una tendencia de fondo de aquella sociedad, sobre todo de la comunidad blanca. Discrepo. Yo sería más extensivo, y diría que tanto a nivel de continente como de contenido, esa tendencia de fondo empapa al conjunto de la sociedad occidental. Las redes sociales de las nuevas tecnologías permiten saltarse a los intermediarios y cualquiera puede decir lo que le dé la gana y conseguir una audiencia extraordinaria. El éxito de los “influencers” es el triunfo de la mediocridad, una señal de la decadencia del sistema. Por eso Trump, que controla el arte escénico, gobernaba a golpe de tweet. Es como si la Revolución Inglesa de 1688 o la Francesa de 1789 no hubieran existido. Sobran parlamentos e incluso sobran gobiernos. Los medios de comunicación también se han apuntado a esta especie de “paleoconservadurismo”, que introduce un hilo conductor contrario a una democracia normal. Se vende notoriedad de marca y se lanzan al mercado políticos como se lanzaría un producto de belleza. Por eso salen tanto en los medios, para que el Mercadona de turno los coloque en el lineal. Los Casado, Sánchez, Iglesias, Rufián, Colau y un largo etcétera de “célebres” mediocres no serían nada si no los hubieran situado a la vista de todo el mundo. Pero ahí están y seguirán con nosotros hasta que el Iberdrola de turno los retire, como han hecho con el ciudadano Rivera, un “pijomarrón” que pasaba por allí.
El trumpismo explota la no-racionalidad y siempre encuentra el chivo expiatorio para cargarle las culpas. Por eso los “supremos” se saltan sus propias leyes y no conceden el tercer grado a los presos políticos catalanes, argumentando que no se han arrepentido. Aquí el “paleoconservadurismo” tiene un link directo con la santa Inquisición, otro invento macabro de la ortodoxia católica.
El trumpismo no es una excepción. Es la regla. Claro que si la mitad más uno de los ciudadanos, en estas falsas democracias en las que vivimos, votan a su favor, tendremos que rebelarnos o retirarnos a nuestro espacio interior.
Que cada uno piense lo que va a hacer. No hay más excusas. Lo he dicho otras veces: la vida sin riesgos es una vida sin sentido.