Focus: Política
Fecha: 21/05/2020
El primero de estos conceptos es de general conocimiento y se refiere a aquella idea, proyecto, vínculo u objetivo que desearíamos que se materializaran, aunque sabemos o creemos saber que es imposible. El origen de la notoriedad del concepto está en el erudito ensayo socio-político de Thomas More, lord canciller de Enrique VIII, escrito en latín y publicado en 1516. La obra consta de dos tomos, siendo el segundo el que describe la vida en una isla paradisíaca llamada “Utopía”. Es un mundo feliz, donde no hay dinero, donde todo el mundo goza de los mismos privilegios (excepto los esclavos, que lo son por sus malas acciones), donde no existe la propiedad privada, donde se trabaja poco, donde todos producen para el bien común, donde dominan la disciplina y las buenas costumbres, donde no hay violencia ni pobreza, etc. Una sociedad “ideal” que podríamos catalogar como de ciencia-ficción.
Paradójicamente el calificativo de “utópico” se utiliza para desacreditar algo. Nos gustaría, “pero no puede ser”. Es la doctrina de los que no se atreven a romper lo establecido. Es la complicidad pasiva de la manada con el poder. Que el rey Enrique VIII mandara decapitar a su lord canciller es para algunos la prueba definitiva del triunfo de lo “real” frente a lo “utópico”, aunque de hecho esa decapitación no tuviera nada que ver con la obra escrita de Thomas More.
La Distopía es justamente la antítesis de la Utopía. No tiene padres conocidos, pero si antecedentes importantes. En el mundo distópico los humanos se enfrentan los unos a los otros, se producen guerras, escasean los recursos, el poder es tiránico, la naturaleza se deteriora rápidamente, la violencia y el crimen son habituales. Si la Utopía es “un mundo feliz”, la Distopía es un mundo cruel, que camina inexorablemente hacia el caos.
Durante el siglo XX algunos ensayistas reflexionaron sobre el futuro previsible y nos dejaron visiones distópicas, en buena parte influidas por los acontecimientos históricos que estaban viviendo. Las más notables son “1984” de George Orwell y “Brave New World” de Aldous Huxley.
Orwell, escritor y periodista británico que luchó activamente a favor de la República en la guerra civil española, publicó en 1949 (inicios de la “guerra fría”) un ensayo sobre una sociedad totalitaria (que él veía reflejada en la Unión Soviética de Stalin), donde todo estaba sometido a la voluntad del “Big Brother”. “1984” nos presenta un mundo en el que una minoría controla el pensamiento y la acción de una mayoría. El “Gran Hermano” exige lealtad incondicional y liquida cualquier movimiento, por pequeño que sea, que se aparte de la línea oficial. Cuando una irregularidad es detectada, se practica un régimen de torturas para que los ciudadanos vuelvan al redil. No hay más verdad publicada que la oficial. El “lavado de cerebro” es de uso corriente. “1984” sería el peor de “los mundos infelices”.
“Brave New World”, del también británico Aldous Huxley, se publicó en 1932, en plena depresión económica tras la crisis del 29. Huxley era más un filósofo que un hombre de acción (como era Orwell) y su novela-ensayo distópica resulta contradictoria. El mundo futuro que él visualiza parece “un mundo feliz”, pero su felicidad es postiza. Tras ella se oculta una sociedad de castas, en la que se manipulan los embriones para propiciar la conformidad del pueblo. Familia, cultura y arte desaparecen. Todo viene condicionado por la eficiencia del sistema. Huxley anticipa la utilización de la tecnología con fines espurios. Y es que los caminos del totalitarismo pueden ser diversos, pero el objetivo es común.
¿Hacia dónde caminamos ahora? ¿Utopía o Distopía? Y no me refiero al corto plazo, al mundo post-Covid19 (dure éste lo que dure) sino al largo plazo, aquel que constituirá el horizonte de nuestros nietos y más allá.
Y los datos que manejamos no nos permiten ser muy optimistas. Las grandes multinacionales -tecnológicas y financieras– llevan tiempo preparando el futuro, y el Covid19 les ha dado un plus inesperado (¿realmente inesperado?) para tejer la malla de una sociedad distópica “low profile”.
Ya en enero del 2018 se puso en marcha una prueba piloto para la vigilancia de los pasajeros de vuelos internacionales. El proyecto nació en el Foro de Davos, con el código KTDI (Identidad Digital Conocida del Viajero). El trabajo operativo estuvo a cargo de Accenture, una de las grandes consultoras internacionales. La identidad digital no tenía otro propósito que mejorar los mecanismos de vigilancia y control. Tras la pantalla KTDI tenemos el Big Data, que incluiría la historia personal del viajero, sus datos bancarios, su estancia en hoteles, alquiler de coches, reservas de cualquier tipo, etc. De forma biométrica (mediante el móvil) o por reconocimiento facial, las autoridades de cualquier frontera te darían o no el visto bueno para que entrases en el país. En cualquier caso, ellos dispondrían de tu ficha completa. Se trata de un sofisticado sistema de vigilancia global que niega todo tipo de privacidad. Sin Microsoft, Google y otros, este proyecto sería inviable. Este sistema permitiría además mejorar el análisis predictivo sobre comportamientos, tanto en términos de compra / consumo, como en decisiones de naturaleza política. El complemento definitivo de esta gran operación sería la desaparición del dinero en efectivo, lo que permitiría la trazabilidad de los flujos monetarios. ¿Queda este escenario muy lejos del Big Brother orwelliano? Yo creo que no.
Repasemos un poco los hechos más recientes para encontrar la lógica interna que los sustenta. Se constata una imprevisión voluntaria ante los primeros indicios de la pandemia. Cuando ésta es declarada oficialmente (con el respaldo de la World Health Organization), se declara el estado de alarma y se confina a la población. En paralelo y bajo la coartada del “estado de emergencia”, se concentra el poder en un reducido grupúsculo político (es el caso de Italia, por ejemplo, donde los analistas políticos italianos independientes denuncian que el actual presidente del Consejo de ministros Giuseppe Conte, otrora un oscuro profesor de derecho, tiene más poder que el dictador fascista Mussolini). Se vende el “estado de excepción” como un paraguas protector de la población, estado de excepción recurrente, al que se podrá acudir cuando convenga. El camino natural nos conduce a la dictablanda “versión occidental”, en la que el Big Brother de los oligarcas camuflados va marcando el paso. Éste es el “Brave New World” que nos espera, una arcadia de felicidad controlada.
Soy consciente de que las revoluciones ya no están de moda, que los partidos son agencias de colocación (el último ejemplo lo tenemos en el Estado español entre los domesticados “podemitas” del gobierno “más progresista” (!!!) de la historia), que las cúpulas sindicales son aparatos burocráticos bien remunerados, que los “altos funcionarios” de cualquier institución viven holgadamente de los Presupuestos Generales del Estado y se limitan a cultivar su tradicional espíritu reaccionario, que las minorías retrógradas cuentan con el apoyo explícito de la cruz y de la espada (del fundamentalismo religioso y del corporativismo militar), que el pueblo llano está atemorizado.
Y entonces, ¿qué? ¿No hay salida? La hay, con disciplina, constancia y acción. La disciplina que ha demostrado la ciudadanía alemana cuando continúa pagando en efectivo la mayoría de las operaciones corrientes de naturaleza personal en contra del uso de otros soportes (tarjeta, móvil, etc.); no quieren que hurguen en su vida privada. Constancia, como lo han expresado irreductiblemente los independentistas catalanes, cuando mantienen su objetivo de auto-determinación, a pesar de las continuas vejaciones que reciben de parte del Estado. Acción (por parte de la ciudadanía en general), con movimientos específicos y muy diversos en contenido (ajustados a cada circunstancia) que rompan el statu quo y que no sean controlables por pertenecer a la esfera privada. Es el conocido y temido síndrome de la “mosca cojonera” que todo el mundo comprende.
Porque el día (que llegará) en el que las “ovejas descarriadas” superen a las dóciles, no habrá pastor en el mundo capaz de controlar al rebaño. Hay que moverse y moverse con un propósito definido. No debemos confundir la movilidad con la eficiencia. Hay que romper con la apatía (el gran pasivo de la sociedad actual). Ya decía Montesquieu que la tiranía del príncipe oligárquico nunca fue tan peligrosa para el bienestar público como la apatía del ciudadano en una democracia.
¡Tengámoslo en cuenta !