VICHY

Focus: Política
Fecha: 10/08/2024

La primera vez que oí hablar de “vichy” vi que los mayores tomaban un agua con burbujas, que entendí era la versión adulta de la pegajosa gaseosa infantil. No avancé mucho en esta comprensión, pues cuando la probé tampoco fue de mi agrado. Luego me enteré de que el padre de esa bebida era una empresa llamada Vichy Catalán, que el doctor en medicina Modest Furest había desarrollado a finales del XIX, tras la adquisición y explotación de un manantial en Caldes de Malavella. Muchos años más tarde pasé a la tónica (en un proceso de socialización acelerada), para acabar en el gin tonic, con especial predilección por la Beefeater o la apreciable Giró.

Por aquel entonces (segunda adolescencia) ya había recibido nuevos inputs sobre el significado del “gobierno de Vichy”, pues en el asfixiante entorno franquista de los sesenta, mi casa, mi familia, mis amigos no compartían el catecismo del Régimen y estaban informados de lo que ocurría y había ocurrido en el mundo en la primera mitad de siglo.

Llamaba la atención lo de Vichy, pues no entendía como aquella pequeña población del centro de Francia, en la región de Auvernia-Rodano-Alpes, con apenas veinticinco mil habitantes, había tenido tal protagonismo. Dos guerras mundiales y una guerra civil habían destrozado las ilusiones de muchas generaciones, mientras que los supervivientes del marasmo trataban de ocultar a los más jóvenes el alcance de tales acontecimientos.

Por proximidad teníamos más cerca lo ocurrido en Europa, en particular la ocupación nazi (en términos militares e ideológicos) y la profundidad de su huella, incluso después de ser humillados por el ejército rojo y arrinconados para que el ejército norteamericano rematara la operación.

Fue entonces que nos enteramos de que cuando el ejército alemán invadió Francia e hizo de París una ciudad más de su imperio, al gobierno francés se le plantearon dos opciones: resistir o rendirse. Se impuso la segunda y el en aquel momento presidente de la República (Albert Lebrum) puso en manos del mariscal Pétain el gobierno de la nación (mayo 1940). Pétain era un militar con una cierta y confusa aureola tras la derrota de Alemania en la primera Guerra Mundial. Pétain, con el apoyo de Pierre Laval (un oscuro político de inicial militancia socialista, con mucha experiencia en tareas de gobierno, pragmático, antisemita, amigo de Mussolini y muy próximo a los nazis), tardó poco en firmar un armisticio. Y como París era feudo alemán, el gobierno títere se asentó en Vichy para no molestar. Con un decadente anciano de 84 años al frente y un gobierno declaradamente fascista cuyo lema era “Trabajo, Familia y Patria”, Francia renegó de sus ideas republicanas. El nuevo gobierno de corte totalitario, a las órdenes del partido nazi, se ajustó a las directrices recibidas. Los judíos fueron agrupados y enviados a los campos de exterminio, los políticos extranjeros refugiados (muchos españoles) fueron trasladados forzosamente a Alemania como mano de obra barata, los sospechosos de no adherirse al proyecto de “regeneración de la raza francesa” fueron apartados de la cosa pública y declarados muertos civilmente. Este grado extremo de “colaboracionismo”, que contó con el apoyo más o menos pasivo de gran parte de la población francesa, se ha transformado en el tiempo en un modelo político de comportamiento por parte de las élites de un país ocupado.

Será por eso que algunos analistas (muy pocos) se han referido al nuevo gobierno de la Generalitat de Catalunya que preside el señor Illa como “el gobierno de Vichy”. Es cierto que aquí no hay rastros de sangre (o al menos no se conocen) pero sí que hay la voluntad de declarar la “muerte civil” de quienes no acaten las directrices emanadas indirectamente por el gobierno del Estado ocupante. Hay ciertas analogías que podemos ir desgranando, aunque yo personalmente creo que las diferencias respecto a etapas anteriores no van a ser muy significativas.

No hace falta ir a 1714 (que algunos historiadores han hecho acertadamente) para constatar que desde inicios del siglo XVIII la nación catalana ha sido una nación ocupada. Ocupada militar e ideológicamente. Etapas más suaves, etapas más duras, etapas zombi. Más a la derecha, más a la izquierda, más al centro. Pero siempre ocupados. Nos han entretenido para que nos distraigamos y hagamos cosas (Prat de la Riba, Macià, Companys, Pujol) pero bajo la atenta mirada del propietario de la finca. Para ello han contado con los colaboracionistas, esos “sospechosos habituales” que en la actualidad presumen de ser ciudadanos del mundo y vibran con las andanzas de “la roja”. Es verdad que ahora el trabajo sucio no tendrá que hacerlo ni la guardia civil ni la policía nacional, que para esto están los mossos d’esquadra, un colectivo de procedencia más que dudosa que ya ha demostrado su capacidad para atemorizar a cualquier discrepante. De hecho lo han practicado sobradamente, con sus fuerzas especializadas en reprimir a los manifestantes independentistas, fuerzas que cada vez se parecen más a las “milicias” que el gobierno de Vichy creó para combatir a las unidades de la Resistencia francesa, milicias que competían con la Gestapo en prácticas crueles.

El nuevo gobierno (vinculado al Estado más estrechamente que los anteriores) seguirá castellanizando todo lo que pueda, engrasará sus correas mediáticas públicas y privadas (como ya hacía el último gobierno de ERC desde la Generalitat y los “colauistas” desde el gobierno municipal de Barcelona y el área metropolitana). Contará con sus think tanks provincianos y con sus lobbies tradicionales (Foment del Treball, Círculo de Economía, Círculo Ecuestre, etc.). Nada nuevo bajo el sol. Eso sí, ganaremos en transparencia. Se han acabado los juegos de palabras y la realidad ha puesto a cada uno en su sitio. Esquerra Republicana, por ejemplo, se ha dado de baja del independentismo. Bon vent i barca nova”.

Pero para comprender mejor la trama hay que regresar al Vichy histórico, al original. En 1941 el ejército alemán controlaba directamente el norte y centro de Francia, contaba con su aliado en el flanco sur (el gobierno fascista de Franco en España), lo que dejaba un espacio intermedio poco atractivo estratégicamente. Esto condujo al proyecto de un gobierno títere que reportaba directamente a las autoridades alemanas en París.

Y cuando todo el entramado nazi cayó por los suelos y los aliados, como ejército de ocupación, se repartieron Alemania, empezaron a surgir algunos problemas de fondo con los que no contaban. Y el principal problema era el sistema judicial alemán, su infraestructura y sobre todo su superestructura ideológica. La idea inicial de los vencedores era “desmilitarizar, desnazificar, descentralizar y democratizar”. Tuvieron un éxito relativo con lo primero, pero fracasaron con el resto, aunque aparentemente no se notara.

Y esto fue así por tres razones principales. La primera porque la ley alemana operaba bajo el sistema de las leyes civiles, en tanto que en los países anglosajones se aplicaban las leyes comunes. Las leyes civiles ponen el acento en la codificación, en la creación de un cuerpo de doctrina, tomando como base inicial el sistema de leyes del imperio Romano, con acusada influencia posterior del código napoleónico. Lo que cuenta es lo que dice la ley, por rígida que ésta sea. Esta interpretación del derecho (que no hay que confundir con la justicia) resultaba muy ajustada a la cultura alemana (que pone énfasis en el orden como valor supremo). Los nazis se sintieron muy cómodos y propiciaron nuevas leyes bajo la dirección inicial del político y jurista Hans Frank (criminal nazi sentenciado a muerte en los juicios de Nuremberg). Para ellos “la ley está al servicio del pueblo alemán y la ilegalidad está en todo aquello que le pueda afectar”. Luego asociaban el pueblo alemán a una “comunidad racial” que hay que preservar, persiguiendo “a todos los elementos peligrosos, como los judíos, los comunistas, los socialdemócratas y otros criminales”, a los que “hay que detener y encarcelar sin derecho a defensa y/o juicio”. “Lo que cuenta no es el individuo, sino el pueblo”. Todo el aparato legal del nazismo (en todos los ámbitos) estaba inspirado en estos principios. Se entraba en el más pequeño detalle. Los aliados (sobre todo los norteamericanos, que lideraban la iniciativa) se sintieron incapaces de desmontar todo esto de forma rápida. Se tenía que hacer gradualmente. Primer fracaso.

La segunda razón (muy vinculada a la anterior) es que la infraestructura (jueces, fiscales y otros servicios jurídicos) era nazi y había ejercido bajo aquel régimen. Se depuraron algunos casos muy llamativos, pero se tuvo que asumir que para que aquello continuara funcionando se tenía que contar con aquellos ciudadanos. Y cuando se puso en marcha el primer gobierno alemán en la zona oeste, su canciller (Konrad Adenauer) reconoció que no se podía educar y entrenar a un nuevo contingente para cubrir todos los puestos necesarios y que era preferible aceptar a los equipos originales, equipos que al margen de su ideología eran competentes profesionalmente. En la década del 50 más de la mitad de los funcionarios del ministerio de Justicia habían pertenecido al partido nazi. Segundo fracaso.

La tercera razón, de naturaleza política, es que para el gobierno norteamericano y los gobiernos europeos dependientes, el enemigo (1947) ya no era Alemania sino la Unión Soviética. Tercer fracaso.

Volvamos ahora a la analogía. El relato sobre el sistema judicial alemán es perfectamente comparable al del Estado español, ya que el sistema judicial del Régimen franquista no tuvo ninguna alteración importante en el período posterior a la muerte del dictador. Ni en la infraestructura (lo que explica que un tribunal de excepción – el TOP – fuera cambiado de nombre – la Audiencia nacional – con el mismo equipo de jueces y fiscales, y que siga vivo con su excepcionalidad), ni en la superestructura, lo que se pone constantemente en evidencia por “delitos” de traición, sedición, golpe de Estado y un largo etcétera de despropósitos vinculados a una ideología reaccionaria de raíces medievalistas.

Y todo ello sí que da la razón a esos escasos analistas políticos (que mantienen su libertad y no son engrasados por el Estado y sus sucursales autonómicas), que describen al nuevo gobierno del señor Illa como un gobierno “estilo Vichy”. Ya he dicho anteriormente que en cierta medida todos los gobiernos de la Generalitat desde la llegada del president Tarradellas han sufrido este sesgo. Es comprensible, aunque no aceptable para un independentista catalán que sepa por qué lo es.

La nota festiva ha sido que el President Puigdemont ha venido a vernos y ha frustrado la fiesta de la entronización del señor Illa. Ha tenido el coraje de hacerlo, nos ha saludado y se ha ido. A esto en política se le llama “desobediencia civil”. Que a las fuerzas de la represión (jueces, fiscales, políticos, policías, comunicadores y especies similares) les haya sentado mal su visita es irrelevante. Lo que sí es grave y denunciable es que un President de la Generalitat elegido por su pueblo tenga que ocultarse de unas fuerzas de orden genuinamente catalanas (con unos mandos orgánicos y políticos humanamente y profesionalmente impresentables), que deberían ser fieles a su país (que para eso fueron creadas) y que en lugar de custodiarlo y protegerlo se hayan dedicado a perseguirlo para entregarlo a las autoridades oficiales de los ocupantes.

Aunque, a mi juicio, políticamente el President Puigdemont ha cumplido más que sobradamente su papel (con sus aciertos y errores) y debería ser sustituido por líderes nacidos de nuevas generaciones independentistas, su valor simbólico permanecerá en el tiempo como muestra de coraje, respeto y responsabilidad hacia su pueblo.

Sobre los demás no tengo más que decir: Malditos bastardos. Volveré a mi exilio interior.

 

 

 

Alf Duran Corner

 

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