A unos niveles menos enrarecidos, la superioridad de la civilización francesa se daba por descontada...

A unos niveles menos enrarecidos, la superioridad de la civilización francesa se daba por descontada. Desde la época de Voltaire, el ingenio francés había servido de modelo al mundo occidental. Nadie dudaba que la couture y la cosmética femenina francesa, que el vino y la comida francesa eran los mejores del mundo, el sexo francés (en su vertiente heterosexual) era considerado el más sofisticado y atrevido, el estilo y el gusto francés en esas y otras materias era algo que mi generación no era propensa a discutir. Incluso esto se basaba en el hábito inveterado de convertir la selecta superioridad de Francia en una superioridad que se creía inherente a todo el país. Sabíamos perfectamente que en Francia había un montón de cosas que no eran superiores. No obstante, nuestra admiración por Francia no se veía afectada por el hecho, que difícilmente habrían pasado por alto los chicos y las chicas de mi generación procedentes de Norteamérica y la Europa central y septentrional, de que el modo de vida francés del período de entreguerras todavía no tenía prácticamente nada que decir en lo concerniente a las actividades al aire libre. No se fomentaba mucho el contacto con la naturaleza. No se apreciaba un interrés excesivo por el autoestop, a solas o en grupo, el montañismo, el esquí y la práctica de los deportes de equipo o simplemente la afición por ellos, ni siquiera por el fútbol. En los años treinta el interés ideológico por las actividades al aire libre todavía parecía cofinado a los conservadores, desde los social-católicos a los abiertamente reaccionarios. En cambio, su única pasión deportiva nacional, el Tour de Francia, no suscitaba el menor interés fuera de Francia excepto en unos cuantos países fronterizos.

Por otra parte, Francia disponía de una ventaja importantísima. Parecía ofrecer su civilización a cualquier extranjero que la desease. Estaba a nuestra disposición para que la compartiéramos, y nosotros la aceptábamos, no sólo porque Mussolini y Hitler habían mancillado la cultura alemana e italiana –a mi generación no se le habría pasado por la imaginación ir de vacaciones a la Venecia o a la Roma fascistas-, sino porque la cultura británica era demasiado insular, y la norteamericana pertenecía a todas luces a una tribu diferente a la nuestra. La Revolución francesa, el punto de partida de la historia universal moderna para todas las personas del planeta provistas de una educación occidental, había democratizado la más prestigiosa y exclusiva de las grandes culturas cortesanas, y había abierto las puertas de una nación visiblemente chovinista a todos los que aceptaran los principios de libertad, igualdad y fraternidad y la lengua francesa, una e indivisible. Durante el siglo XIX Francia se convirtió no sólo en el principal país de Europa receptor de emigrantes, sino también –sobre todo entre las revoluciones de 1830 y 1848- en el refugio acogedor de los disidentes políticos y culturales de toda Europa. París era el centro de la cultura internacional, el sitio en el que había que estar o en el que era preciso haber estado. ¿Cómo, si no, hubiese sido posible la École de Paris de comienzos del siglo XIX, en la que los artistas españoles, búlgaros, alemanes, holandeses, italianos y rusos se codeaban con los latinoamericanos, los noruegos y, naturalmente, los franceses? En ningún otro país el movimiento de resistencia durante la guerra se apoyaría tanto en los residentes extranjeros, los republicanos españoles refugiados, una variada mezcla de polacos, italianos, centroeuropeos, armenios y judíos de la MOI (main d’oeuvre immigré , “mano de obra inmigrante”) del Partido Comunista. Mis propios recuerdos de París antes de ingresar en Cambridge están llenos de americanos en las galerías de arte de la orilla izquierda del Sena, de surrealistas alemanes viviendo en áticos, de mesas del café del Dôme en Montparnasse atestadas de genios artísticos sin dinero originarios de Rusia y de la E

 

Fuente: Años interesantes. Eric Hobsbawm. Crítica. Barcelona. 2003.

 

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